martes, 31 de julio de 2012



Yo siempre he querido encontrar un esquema válido, un reduccionismo, un espacio donde moverme a gusto. Como Rothko o Morandi, con sus interminables series de cuadros casi iguales. Ahora parece que se propicia lo contrario. Un poquito de cada cosa, sin continuidad. Arreglar grifos sin saber de fontanería. Hablar o escribir de lo que no se conoce, como si se hubiese estudiado a fondo. Lo significativo es el fraude. Hace no mucho, yo hablaba con un amigo sobre arte. Emití mi habitual perorata pesimista: Nada de lo que se hace ahora es significativo; nada añade nada a un discurso ya finiquitado. Tampoco los pintores o artistas que me gustan, Tuymans, Sasnal. Todos ellos son nostálgicos del arte. Rastreadores de rutas ya establecidas. Probablemente tengan razón los tecnócratas. Tal vez el patrimonio de lo nuevo cambió de manos hace ya mucho tiempo; de los artistas y escritores a los científicos e ingenieros. El mundo actual se configura en los ámbitos de la ciencia y la tecnología. Sin que ya nada pueda hacerse desde el arte o la literatura. Excepto una protesta muda. Una especie de nostalgia del hombre.

Mi amigo, mucho más agudo que yo, me dijo que el arte actual sí merece la pena ser observado. En el arte, dijo, se produce un fraude similar al que se produce en otros ámbitos, como la política y la economía. La calavera de Damien Hirst es como los bonos de Lehman Brothers. En efecto, el mundo del arte merece la pena ser observado desde fuera, con SARCASMO.

Arnaldur Indridason adapta su literatura al esquema de la novela negra clásica. Sus novelas comienzan todas con el hallazgo de un cadáver. El inspector Erlendur Sveinsson es un tipo desencantado. Pero no como el cínico Sam Spade. Sveinsson no sabe distanciarse, vive permanentemente deprimido; perseguido por problemas tan mundanos como una hija drogadicta que lo busca de vez en cuando para aliviarse el mono. Sveinsson es un tipo normal aplastado por el mundo. El cadáver, en cada caso, es un enigma que se resuelve en el pasado. El muerto es, en cierto sentido, arqueología social. Indridason dibuja siempre un paisaje ambientado en el pasado más o menos reciente de su país.

Indridason escribe con gusto, parsimonia y sequedad. Yo creo que Arnaldur Indridason hace con la novelística de Chandler o Hammett lo mismo que Aki Kaurismäki con el cine de John Ford o Howard Hawks. En las novelas de Indridason, como en las pelis de Kaurismäki, el hieratismo es modernidad.

En un país como Islandia en el que, al parecer, apenas hay asesinatos, los escasos homicidios que se cometen en las novelas de Indridason son como el extremo de un hilo del que tirar hasta llegar a, digamos, la descripción de una sitiación en la Historia. De lo particular a lo general. De una tragedia particular a la denuncia social. Sin aspavientos, sin pirotécnia efectista, sin tarantinismo. Sencillo y efectivo.
(La Habana)






viernes, 27 de julio de 2012

miércoles, 25 de julio de 2012

viernes, 20 de julio de 2012

(Catulo)




Odio y amo
Quiza te preguntes
cómo puedo hacer eso.
No lo se.
Pero es lo que siento,
y me torturo.

miércoles, 18 de julio de 2012

lunes, 16 de julio de 2012



John Connolly tiene una mirada demoníaca. Su detective, Charlie Parker, apodado Bird, como el músico, sobrevive acuciado por el Mal. No hay resquicio; el Mal ya no es la consecuencia de una sociedad pervertida y, por lo tanto, explicable, criticable; sino que se convierte en algo sobrenatural y, al mismo tiempo, inevitable, una especie de absoluto.

Si Raymond Chandler y Dashiell Hammett eran escritores realistas, dentro del detectivismo privado, John Connolly es un escritor simbolista. El Mal, esa sustancia inexplicable cuya manifestación primordial es la muerte, rodea a Charlie Parker sin que éste se pueda zafar. Ya desde la cuna: su propio padre era un policía que asesinó violentamente a un par de delincuentes de poca monta y luego se quitó la vida. En el comienzo de la novela se nos dice que Parker ha caído en una desgracia de la que se libran la mayoría de policías: la violencia, con la que tratan cotidianamente en su trabajo y de la que protegen a sus familias, le ha alcanzado en la intimidad de su casa. Su mujer y su hija han sido asesinadas y su asesinato no ha podido resolverse. En ese punto, Parker pasa de ser un poli tradicional a mimetizar los rasgos del detective privado hammettiano; es decir, se convierte en un individualista radical, un solitario, un tipo que definitivamente ha perdido en la vida.

Ya tenemos el organigrama de las novelas de John Connolly. El individuo, el perdedor, enfrentado al mal absoluto, rodeado, contaminado, inclusive, de maldad. En algunos pasajes de la novela se deja entrever que el propio Charlie Parker tiene esa misma tendencia malévola, heredada de su propio padre. Por otra parte, sus mejores amigos, sus dos únicos amigos de confianza, son una pareja de gays delincuentes y asesinos, de cuyas actividades delictivas Parker prefiere no saber nada.

Las descripciones de asesinatos, descuartizaciones y despellejamientos son absolutamente hiperrrealistas. Nada del fuera de campo de las novelas clásicas. Hay una estetización del asesinato, convertido casi en una obra artística. El arte por el arte del romanticismo devenido en el mal por el mal. El asesinato en su pureza, como un fin en sí mismo.

¿Es esto posible en el mundo real? ¿Puede atemorizarnos algo que sabemos que solamente sucede en un plano simbólico? Y, sin embargo, un rato leyendo a Connolly te produce una especie de desazón. Probablemente, por lo vívido de las descripciones que te empapan no sólo de su atmósfera visualmente macabra, sino de sus olores putrefactos y efectos de pesadilla.

Si pudiera hacerse un análisis sociológico a partir de la novela detectivesca, peregrinamente, habría que ver qué significa el progresivo arrinconamiento de la figura del investigador privado. Del poderoso ingenio del detective decimonónico, que desactiva cualquier trama criminal reduciéndola a un gesto menor, ridículo (Conan Doyle); pasando por el individualismo existencialista de los detectives de mediados del siglo XX, observadores distanciados del mal como podredumbre social y política (Chandler-Hammett); hasta llegar al detective Charlie Parker, de John Connolly, incapacitado para combatir de manera efectiva una maldad que ya no comprende, una maldad que obra de manera autónoma, pura, de tintes sobrenaturales y que le corroe las entrañas. El detectivismo parece decirnos que definitivamente hemos sido colonizados por ese Mal, frente al que ya nada podemos hacer sino sortearlo como podamos, mientras podamos, a la vez que lo sentimos crecer progresivamente en nuestro interior.

miércoles, 11 de julio de 2012



Calor abochornante. El mundo se desmorona a base de incendios y mentiras. Todo miente. De nada sirve entornar lo ojos. La imagen obtenida no es menos mentira. Sol radiante. La aventura se dispersa. Leo novelas baratas. Porque me apetece. Porque estoy harto de que me rasquen.

Los investigadores y detectives privados dan risa. No obstante no paro de leer novelas sobre investigadores y detectives privados.

Sir Arthur Conan Doyle era un racionalista aficionado a la magia negra y el espiritismo. No lo he leído mucho, pero todas las historias de Sherlock Holmes creo que terminan con una explicación racional. Cualquier misterio puede llegar a comprenderse racionalmente si es tratado con la suficiente lucidez. Su personaje, el detective Holmes, una especie de trasunto de Marcel Duchamp, tiene la genialidad de saber desmontar cualquier embrollo, de deshacer cualquier nudo, dejando al descubierto la banalidad del mal, del que parece burlarse con su ingenio.

Holmes y el doctor Watson hacen una pareja cuasi-cervantina. Pero a la inversa, tal vez. Sherlock Holmes es un descreído racionalista, que llega, por la vía de la razón, a comportamientos tan excéntricos a veces como los de su primo lejano, Alonso Quijano, que representa acaso lo contrario, la irracionalidad y el desvarío, la voluntad de creerse con una misión en la vida. Holmes se aburre cuando nada le viene impuesto y mientras tanto se inyecta cocaína. Las parejas de estos dos bien podrían intercambiarse: el Quijote cabalgar con el doctor Watson y Sherlock Holmes husmear en las alcantarillas de Londres con Sancho Panza. Ambos, el doctor y el escudero, son figuras similares, simbolizan el ser terrenal, con sentido común, y tienen la función de pararles los pies a sus admirados protagonistas y provocar empatía en el lector.

La modernidad radicaliza esta situación, haciendo del investigador un tipo individualista, un solitario, un perdedor. Se empapa de existencialismo y, de algún modo, aúna al loco con el cuerdo, al raro con el normal.

A mí no me gusta la novela negra si no hay un buen retrato de personajes, si no hay un arquetipo bien diseñado que vaya destilando, a lo largo del relato, una visión del mundo amarga y pesimista. La trama me importa poco.

Mis favoritos son, claro, Sam Spade y Philip Marlowe. Duros y cínicos observadores de lo peor de nuestra sociedad: la violencia y la codicia a las que induce la cultura capitalista. Hay más crítica social en las novelitas de Dashiell Hammett que en los arduos argumentos de John Steinbeck, por citar a un contemporáneo suyo.

Todo el detectivismo privado bebe de ahí. Spade y Marlowe son como Bod Dylan y Neil Young. Todo parte de ellos dos, son modelos ineludibles. Todo el mundo los copia.

Yo estoy leyendo una chorrada de John Connolly. Su detective se llama como el músico de jazz, Charlie Parker. Del mismo modo que la serie televisiva Expediente X postmodernizaba la pareja sensato-insensato ofreciendo fugas inverosímiles hacial el mundo de lo paranormal [rizando el rizo y contradiciendo el gran precepto del detectivismo (la explicación racional de las cosas)], Connolly postmoderniza a Marlowe y a Spade mezclando a su protagonista, Charlie Parker, con personajes góticos, fantasmas y mieditos. No sé si me mola, la verdad.

domingo, 8 de julio de 2012



La final de Wimbledon de este dos mil doce ha sido un nuevo partido de tenis memorable. Multitud de tensiones en juego, personales, nacionales, mundiales, conviviendo en una misma cancha diminuta, limitada, reglada; como en su punto de ebullición. Singularidades, psicologías y estilos diversos; en este caso, casi acoplables, como los de una pareja de ballet clásico. Andy Murray, el jugador abstracto, etéreo, envolvente, flotante. Roger Federer, el tenista compacto, saturado, equilibrado, preciso. Por vez primera en mucho tiempo me la refanfinfla quien gane. No obstante, me enrabieta que un jugador como Murray tenga que asumir el rol de tenista de segunda, de perdedor eterno de las grandes finales. Hoy ha tenido la oportunidad de superar ese miedo y ha sucumbido, vigilado de cerca por aquel robot infrahumano llamado Ivan Lendl. El genio más frágil del circuito, el más humano, entrenado por el tipo más frío y sistemático de la historia del tenis. Quizá en algún momento, el débil Murray se creyó robotizado, insensible, trasferido de poder, capaz de superar la presión de las miradas esperanzadas de un país, un reino, la reina madre, su puta madre. Cuando lo que su tenis requiere es saberse liberar, individualizarse, perder su importancia. Porque Murray, sin presión, es un jugador eterno, de una gracilidad fantástica, llena de sutilezas, de detalles, de paciencia y filigrana. Tal vez si no hubiera sido Federer, o si Federer no se hubiese visto obligado a romper, de nuevo, una nueva barrera, otra marca, otro número. Ganar siete veces Wimbledon, como Sampras, hacerlo con más de treinta años, diecisiete "grandes", más que nadie, y ser, de nuevo, el primero de la lista. Casi nada. Pero ha tenido que ser a costa de un tenista excelso como Murray, a costa de un tenis de belleza irrepetible; frágil, sensible, como lo son todas las cosas verdaderamente bellas, pero sobre lo que uno siempre espera que se haga un poco de justicia y se le reconozca un triunfo, un título, lo que sea. Andy Murray nuca será un dominador del circuito, no será un tenista regular o implacable. Está condenado a saberse capaz de ganar a cualquiera cuando se sienta inspirado y libre de responsabilidades y tensiones; y, tal vez, a soportar el estigma de fallar siempre en las grandes citas, cuando más difícil es equilibrar ese juego suyo repleto exquisiteces y sutilidades. Lendl no creo que haga de Andy Murray un nuevo Lendl, un segundón aupado a primera línea a base de método y dieta estricta, a base de mecanizar el juego. Tal vez me equivoque.


Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.