lunes, 25 de marzo de 2013

La puesta del sol. Los prados ardiendo.
El día perdido, perdida la luz.
¿Por qué amo lo que huye?

Tú, que te fuiste, que te estabas yendo,
¿qué oscuros cuartos habitas?
Guardián de mi muerte,

custodia mi ausencia. Yo estoy vivo.



viernes, 22 de marzo de 2013




Me enteré ayer de la muerte de Jason Molina. Yo era fan desde que lo descubrí al frente de Songs: Ohia. Dos discos como dos oscuros soles: Didn't It Rain y The Lioness. La soledad era eso. Con Magnolia Electric Co el tipo remonta. Se acerca a Neil Young, al vitalismo del canadiense. Pero con otro tono, más contenido y sombrío. Como quien se acerca al maestro con respeto y humildad, sin querer pisarle el terreno. Los dos discos citados de Songs: Ohia son para mí hitos; los guardo como un tesoro, entre lo mejor de mi discoteca particular. Junto con The White Birch, de Codeine, I See a Darkness, de Bonnie 'Prince' Billy, o Spiderland, de Slint. Conforman un cancionero de una desnudez absoluta. Más allá no hay nada, no puede haber nada. Uno imagina que con Magnolia Electric Co Jason Molina tuvo que redibujarse, a la sombra de Neil Young, para poder seguir adelante. A partir de Didn't it rain tuvo que llenar su música de cosas, de melodías, de instrumentos, de calma; para escapar tal vez de aquella especie de vacío crepuscular en el que parecía haber caído. Al mismo tiempo, el proyecto de Magnolia Electric Co llenaba su música de gente, gracias a una banda más o menos estable. A mí me gustó Magnolia Electric Co; tengo todos sus discos. Lo entendí. Parecía haber alcanzado una clase de serenidad. Yo no sabía que el tipo era alcohólico. La verdad, no parecía el típico borracho, rollo Tom Waits. Tenía más bien el aspecto de un místico, alguien que hubiese alcanzado una clase de sabiduría. Al parecer, había pasado por diversos centros de rehabilitación hasta que se le acabó la pasta; volvió, con casi cuarenta años, a vivir con sus padres; y volvió a caer en el alcohol hasta que se reventó el hígado.

Hace poco leí en una revista que otro cantautor norteamericano, Mark Eitzel, algo mayor que Molina, ha podido grabar un nuevo disco gracias a la ayuda de un donante al que le había tocado la lotería. Al parecer, Eitzel, convaleciente de una enfermedad cardiaca, se había quedado sin dinero a causa del periplo hospitalario que había requerido su enfermedad. Algo pasa en los Estados Unidos. Ese modelo sanitario (sostenible) al que pretenden acercarnos nuestros gobernantes liberales. Vic Chesnutt, cantautor también, y paraplégico, se suicidó hace dos o tres años, tal vez menos, harto de no poder sufragarse los tratamientos que requieren los males derivados de su paraplegia. Harto de ser una carga para los suyos. Algo pasa en los Estados Unidos; esos Estados en los que el Estado prefiere no ocuparse de los males de los ciudadanos. Donde la mala salud te puede llevar a la ruina.

Eitzel sigue. Ha sido salvado por un golpe de suerte. Chesnutt y Molina han perecido. Dos de los más grandes talentos del folk-rock de su generación. Suena raro. Al fin y al cabo, eran estrellas de la música folk americana. Cualquiera de ellos debe vender más discos en todo el mundo que cualquier grupo español (que al fin y al cabo sólo vende en el territorio nacional). ¿Tan poca pasta tenían? ¿Eran engañados por sus compañías discográficas? Algo raro debe pasar en los Estados Unidos.

Tengo un amigo internado en uno de esos centros de rehabilitación. Mi amigo dice que lo peor es cuando no se nota. Cuando uno se emborracha solo, en silencio. Que Tom Waits cacaree su dipsomanía y cumpla ya más de sesenta años, que Shaun Ryder todavía siga vivo (aunque sensiblemente perjudicado), y Jason Molina haya fallecido a causa de su alcoholismo es una incongruencia. No tiene lógica. A la espera de que saliese su próxima colección de canciones (que ya nunca saldrá, probablemente), todavía este año yo me he puesto algunas veces el último disco de Magnolia Electric Co, titulado Josephine, por las mañanas. Me calma. Escucharlo parece reordenar mis pensamientos. Me da seguridad, sin contradecirme, sin renunciar a lo que soy o creo ser. Nada en esas canciones parece presagiar el final.

Recuerdo haber asistido a un par de conciertos de Molina. Ambos, al frente de su Magnolia Electric Co. En uno de ellos compré uno de sus discos, What Comes After the Blues, al acabar el concierto. Con el disco en la mano fui a la barra a tomarme algo y me tropecé con Molina. No soy mucho de estas cosas, pero le pedí que me lo firmara. El tipo accedió amablemente. Llevaba un rotulador preparado, para firmar cosas al finalizar el concierto. Pensé que debía decirle algo. Reuní en mi cabeza hueca cuatro o cinco palabras de mi rudimentario inglés y recuerdo que pronuncié, no sin timidez: "Thank you for the music", o algo parecido. Pues eso.

jueves, 21 de marzo de 2013








Yo me vacío del nombre de los otros. Vacío mis bolsillos.
Vacío mis zapatos y los dejo al borde de la ruta.
En la noche retraso los relojes;
Abro el álbum familiar y observo al muchacho que fuí.
Digo mi propio nombre. Yo digo adiós.
Las palabras se siguen viento abajo.
Amo a mi esposa pero la aparto de mí.
Mis padres se levantan de sus tronos
hacia el lechoso cuarto de nubes. ¿Cómo puedo cantar?
El tiempo me dice lo que soy. He cambiado y soy el mismo.
Yo me vacío de mi vida y mi vida permanece.



miércoles, 20 de marzo de 2013







Los ojos que no uso
cuando dormido estoy, cuando dormido
de mi sueño difuso
un ojo tengo herido...
¡Los ojos que no uso me han crecido!

La frente sombreada
de una sombra interior adolorida,
ya no me queda nada
de frente ni de vida.
¡La frente sombreada está partida!

Mi mano no se mueve
y a cada dedo muerto sé que gano
una pizca de nieve,
de nieve de gusano
¡Mi mano no se mueve por tu mano!

martes, 19 de marzo de 2013




En una tienda de ropa infantil
el dependiente nos atiende poderosamente atildado.
Camiseta sin mangas, cuidadosamente rota.
Un tatuaje de leopardo que le recorre el brazo
derecho y, supuestamente, le baja por el costado.
Diversos piercings, por supuesto.
Amplia sonrisa. Parece feliz.

Uno se pregunta de qué es síntoma todo aquello.
Opinaría que se trata de, digamos, una especie de
barbarismo. La derrota definitiva de, digamos,
el mundo de lo racional.

No obstante, aquel dependiente me hace pensar
en una obra de arte. Todo él es una cosa
escultórica, pictórica, barroca,
con sus orificios transitables
y profusa ornamentación.

Frente a la obra de arte hecha persona,
el objeto no tiene sentido.

La obra de arte hace ya tiempo que abandonó
las paredes de los museos y galerías,
salió a la calle y se montó en la gente.
La gente lleva el arte a cuestas,
sobre la piel, en el espacialismo del cuerpo,
transgrediendo lenguas, pezones o clítoris.

Cuesta imaginar el significado de este nuevo arte.
Uno tiende a asociarlo con la banalidad reinante.

lunes, 18 de marzo de 2013




Coge el coche para ir al trabajo. Se siente ligeramente aturdido. Se da cuenta de que se ha equivocado de hora. Todavía es de noche. Ha debido marcar mal la hora del despertador. Sin darse cuenta se ha vestido y ha bajado a la calle buscando el lugar donde aparcó. Le ha costado, como siempre, encontrar el coche. Siempre le cuesta. No obstante, éste es otro de los efectos de las pastillas que está tomando: pierde la memoria inmediata. No recuerda lo que hace, como si sucediese en un sueño. Se da cuenta de su error cuando ya está en el interior del coche, el motor arrancado, haciendo la maniobra de salir. Mira despistadamente en el salpicadero la hora. No son las siete y media, como creía, sino las seis y media. Una hora de margen. Puede volver a casa y volverse a acostar. Despertaría a Domingo y Silvia Serrat. Una hora no es mucho. Sale del aparcamiento. Conducirá. Saldrá de la ciudad, escuchando música. Dará una vuelta en coche; hace tiempo que no lo hace, así, sin más, por el placer de perderse. Se pone un disco y sube el volumen. Deja que los pensamientos fluyan, que se agolpen en su cabeza, que lo que ve en las calles, en la carretera, los agilice. Surte efecto. La velocidad del automóvil parece empujar los pensamientos. Ideas enquistadas, que le torturan, pierden parte de su peso. La infidelidad de su mujer. La desazón producida por un trabajo que le aburre y le exaspera. La pesada carga de tener un hijo al que cuidar, que depende de ti. Javier Morant conduce con destreza (no en vano da clases de conducción); sorteando obstáculos con una gran facilidad. ¿No podría ser todo así de fácil, así de mecánico? ¿Por qué los acontecimientos de la vida no se solucionan mediante una técnica concreta? ¿Por qué se nos hacen pesados y farragosos a pesar de que, aparentemente, no lo deberían ser? ¿Qué nos hace vivirlos así, interiorizarlos como una tortura insoportable? Javier Morant toma una curva en una carretera vacía y oscura; acelera un poco y recrea la ortodoxia de una técnica que ha explicado mil veces a sus alumnos: la yema de los dedos agarrando el volante, con firmeza y suavidad a la vez, sintiendo el coche a través del volante, con sensibilidad y eficacia. Se recrea. Se sabe especialmente hábil. La velocidad del coche parece desatascar las malas ideas. Por un momento se siente fuerte y joven, vivo. Siente que controla las cosas, que todo puede discurrir por el camino que él ha elegido. Pasa por un lugar cercano a la playa. Amanece. Puede ver el amanecer. Apenas un par de coches en la carretera. Busca un camino que le lleve a la playa. Pero mira la hora. Si no piensa ya en volver probablemente llegue tarde al trabajo. Da media vuelta y se dirige, de nuevo, a la ciudad. Empieza a ver camiones y coches. Tipos que, como él, se someten a la farragosa disciplina de un trabajo. De pronto vuelve el mal rollo. Sus minivacaciones han acabado. Su pequeña huida de media hora se acaba. Se siente enclaustrado, de nuevo. Piensa en encontrar una salida, un estado mental que le permita aguantar una nueva jornada de rutinas y obligaciones. Piensa en Ebbinghaus, pero pensar en aquel tipo le parece ridículo. No es capaz de recordar ninguna de las consignas de su psicólogo. Piensa en la literatura de Marcel Proust. Se le ocurre pensar en la idea de continuidad. Al entrar en la ciudad decenas de coches se paran. Un atasco. El mismo atasco que, probablemente, se produce todos los días. Continuidad, fluidez. No es capaz de ahuyentar su pesar. El atasco en la autovía, de algún modo, refuerza la inconveniencia de sus pensamientos. Se deja influir, de nuevo, por el mal rollo. El tedio le atenaza. La memoria de ese tedio cotidiano, reglado y normal. Se le ocurre algo. Tal vez sea una idiotez. Necesita escribirlo, apuntarlo en cualquier sitio, antes de que la idea se le olvide. Necesita darse fuerza, ánimos. Se siente terriblemente afligido. Una de las veces que se ve obligado a detener el coche, a causa del atasco, arranca un trozo de papel de una guía que guarda en la guantera y escribe: La verdad reside en la desaparición. No sabe muy bien lo que significa. Continuidad versus desaparición. Parece el comienzo de algo.

sábado, 16 de marzo de 2013

Yo te doy, dice.
¿Tú quieres?
No, le digo.
Y me quedo mirando
esa presencia suya
como de pequeño astronauta.
Sigo fascinado,
un rato.
No encuentro argumentos
para fascinarme
tanto.
De modo que decido escribir
una especie de poema
o lo que sea.
Sobre observar
a ese astronauta
en miniatura
y fascinarse por nada.


viernes, 15 de marzo de 2013




Te contesto dormido como un hilo
lleno de material y crudo estruendo
para coser tu boca que comprendo
vomita viento y doloroso estilo

La vida es una lucha en un asilo
y el hombre es una cama abierta oyendo
el maldito ruido que está haciendo
la noche dentro de un gran cocodrilo

Me asomaré a tus ojos si me dejas
y luego meteré mis manos viejas
de tu boca por dentro y pienso a veces:

si sacaré de tu interior abejas
si sacaré sortijas o bandejas
tal vez bandejas sí mas llenas de heces.

jueves, 14 de marzo de 2013

Contrariado y aburrido, Javier Morant se pasea por una Feria de libros viejos y de ocasión. Los ansiolíticos le producen una rara susceptibilidad. Todo el mundo parece observarle, criticarle y reírse de él. Ha salido de casa, como otras veces, para perderse en las calles y no encontrarse con nadie conocido. Aspira el tufo rancio de los libros y procura que nadie le reconozca. Teme cruzarse con algún conocido. Si se le reconoce no podrá esconder su mirada perdida, como enloquecida. Javier Morant está absolutamente convencido de que cualquiera que le reconozca por la calle podrá leer en su rostro el desequilibrio que le indispone. Se siente frustrado y hueco, sin empuje para las cosas más básicas, como respirar y caminar. Hojea libros sin que hojear libros le interese apenas, con la mirada puesta en el entorno: las casetas y sus curiosos habitantes, los libreros, viejos como sus libros, muertos de abulia y desazón. La gente transita sin comprar nada. Los libreros parecen desesperanzados. Javier Morant se siente vigilado por los libreros; como si los libreros temiesen que les robase alguno de esos libros viejos y baratos. Tres, cuatro, cinco euros. ¿Vale la pena que me miréis así?, piensa Javier Morant cada vez que nota la mirada de un librero clavada en él. De las casetas de libros brotan las voces rancias de la literatura: todos esos textos ya antiguos, desfasados, de otro tiempo, esperando ser elegidos, como si fueran solteronas rancias deseando que haya alguien que las saque a bailar. ¿Quién se acuerda de todos esos autores, de todas esas ediciones y editoriales? Montañas de papel amarillento. Fantasmas del pasado. Voces muertas.

Encuentra un libro de Michael Ondaatje, Cosas de familia, que compra por comprar. Manosea varios. Umbral, Proust, Justo Navarro. Los libreros suelen ordenarlos por temas. Escriben a mano sobre papeles fluorescentes: Historia, Literatura hispanoamericana, Literatura anglosajona, Esoterismo, Autoayuda, Arte, Poesía. El saber humano descendiendo, hundiéndose. Tal vez víctima de su propio peso. De su ya larga tradición.


lunes, 11 de marzo de 2013

Es negro para siempre.
Las estrellas
los soles y las lunas
y pingajos de luz diversos
son pequeños errores
suciedad pasajera
en la negrura espléndida
sin tiempo
silenciosa.



de la mentira del no
surge una verdad del sí
(ella misma sólo y quien
es ilimitadamente)

hace entender a los tontos
(cómo me aburro) que no
todo el furor del pensar
es igual a una violeta



domingo, 10 de marzo de 2013






La historia de Sixto Rodríguez bien podría haber sido la de un Nick Drake chicano, si se hubiese volado la tapa de los sesos encima de un escenario, deprimido y fracasado, como auguraba la leyenda. No obstante, al parecer, el tipo asumió con naturalidad la falta de éxito, eligiendo seguir con una vida normal, de hombre trabajador, padre de tres hijas, con esos aires de personaje etéreo que nunca llegó a perder. Yo, la verdad, después de haber visto el documental sobre su curiosa existencia, habiendo buscado en internet su rastro, su nombre, sus conciertos... todavía no tengo claro que no sea un personaje inventado.

Sus canciones tienen el brillo de los mejores grupos de folk-pop de finales de los sesenta. Canta con un deje parecido al de Dylan. Que no triunfara entonces se comprende si uno se fija en su aspecto y en su nombre. En efecto, que alguien quisiese en aquella época lanzar al mercado a un jipi mejicano apodado, sencillamente, Rodríguez, resulta increíble. Los jipis norteamericanos iban de desprejuiciosos e integradores, pero todos eran rubios de lánguidas melenas. El prejuicio racial, fuertemente enraizado, no podía derribarse tan fácilmente. El mercado de finales de los sesenta estaba preparado para recibir con todos los honores a un canadiense con cara de aguilucho o a un judío de Minnesota, pero no al hijo de unos inmigrantes mejicanos crecido en los suburbios de Detroit. Por muy elegante que resultase la poderosa aura de misterio que desprendía. Rodríguez se retiró silenciosamente dejando, como Drake, dos discos completos y uno a medio cocer.

Sin embargo, su feliz ostracismo se parece más al de los flamantes cubanos de Buena Vista Social Club. El Sixto Rodríguez de hoy no lamenta nada, no envidia los laureles de otros; asume, divertido, la chispa que prendió de manera inesperada en la lejana Sudáfrica y, al igual que los músicos afrocubanos del Club Buenavista, se entrega a sus viejas canciones con una naturalidad pasmosa.


jueves, 7 de marzo de 2013




Ebbinghaus le ha derivado a una psiquiatra de nombre Pinel. Javier Morant cree que es francesa o belga. La psiquiatra le ha recetado unas pastillas, ansiolíticos. Debe tomarlas tras las comidas. Le producen somnolencia. Una sensación rara, como de andar drogado todo el día. Lo mejor son las noches. Nunca ha dormido tan bien. Producen adicción esas pastillas. Javier Morant se entrega a ellas. Se deja manipular por las pastillas. Aumentando algunas veces la dosis, por su cuenta. Hace semanas que no fuma porros. No obstante, como contrapartida, las pastillas le dificultan su diaria entrega a la lectura. Apenas puede completar un par de páginas, cada vez. Se cansa pronto de leer, incapaz de mantener la concentración. Luego navega en internet buscando pornografía. Pero la borrachera de pastillas le produce extrañas risas y osadías inéditas en él. Javier Morant ha contactado con una mujer que se muestra desnuda a través de una webcam. Una mujer ligeramente gruesa, de mediana edad. Le saluda y le recibe con una amplia sonrisa, ataviada de un body de rejilla, que sugiere un desnudo que progresivamente se irá viendo. Javier Morant se ríe tontamente, no lo puede evitar al ver a la pobre mujer tratando de ser sexy, moviendo su cuerpo semidesnudo de manera exagerada, tratando de complacerle.

A Javier Morant le tortura la amistad de su mujer, Silvia Serrat, con Marta. Son amigas de siempre, de manera inevitable (Javier Morant es absolutamente consciente de ello); sin embargo, esa amistad que une a las dos mujeres parece haberse intensificado en los últimos tiempos. Coincidiendo con el (ligero) declive psicológico de Javier Morant. En efecto, las pastillas de la doctora Pinel le aturden. Le mantienen atontado durante toda la jornada. Pero su aturdimiento es dulce, placentero. Ya no tiene ganas de morirse cada cinco minutos. Ahora tiene ganas de que llegue la hora de la siguiente toma. Se busca pretextos. Hoy ha sido un día duro: ración doble.

Silvia Serrat le ha acusado de husmear en el WhatsApp de su teléfono móvil, buscando las conversaciones que mantiene a través de este medio con Marta, su amiga, su amante. Nada raro, de momento. Las dos amigas hablan de verse en tal o cual sitio, sin dedicarse comentarios especialmente cariñosos. Son listas, las cabronas. Javier Morant revisa una y otra vez esas conversaciones; buscando pistas, indicios. Nada. Todo ha sido inteligentemente ocultado debajo de una fina capa de superficialidad, tan leve que uno adivina inmediatamente la intención de ocultarse, de no hablar de determinadas cosas. Silvia Serrat le ha pedido que deje de "espiarlas". No tengo nada que ocultar, le ha asegurado Silvia Serrat. Javier Morant ha negado haber leído esos mensajes. Luego ha salido de casa. Tenía que salir. La situación le asfixiaba. Se ha metido en una librería, a mirar libros para relajarse un poco. Ha encontrado una novedad. Un libro sobre un abrigo de Proust, o algo parecido. Un libro sobre la obsesión literaria de un tipo al parecer muy rico, un millonario, por la figura de Marcel Proust. Un fetichista. Javier Morant ha estado a punto de adquirir ese libro. Pero finalmente se ha resistido. Nunca ha entendido el fetichismo; no le interesa o cree que no le interesa. Como pose siempre le ha parecido una buena actitud, decir que el fetichismo no le interesa.

martes, 5 de marzo de 2013




¿Qué te parece valdrá
la pena matar a dios
a ver si se arregla el mundo?
-claro que vale la pena
-¿valdrá la pena jugarse
la vida por una idea
que puede resultar falsa?
-claro que vale la pena
-¿pregunto yo si valdrá
la pena comer centolla
valdrá la pena criar
hijos que se volverán
en contra de sus mayores?
-es evidente que sí
que nó
que vale la pena
-Pregunto yo si valdrá
la pena poner un disco
la pena leer un árbol
la pena plantar un libro
si todo se desvanece
si nada perdurará
-tal vez no valga la pena
-no llores
-estoy riendo
-no nazcas
-estoy muriendo

domingo, 3 de marzo de 2013



Vieja tonadilla de REM.
Hay algo en el cantante, Michael Stipe,
que roza la ridiculez más absoluta.
Recuerdo que me costó acostumbrarme a esa voz
gritona y nasal. Lo que hace de REM
un grupo perdurable, a mi modo de ver,
es esa lírica lindante con lo ridículo,
esa clase de excentricidad pastoral.
En las viejas canciones de REM
hay una cierta inconsciencia.
Esa falta de temor a caer
en la ridiculez
les distancia
de lo simplemente correcto.
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