martes, 17 de enero de 2012




Anton Corbijn ha hecho algunas de mis fotos favoritas
de grupos de rock y artistas musicales. Sus mejores fotos se fundamentan
en el contraste del blanco y negro, siempre extremo, riguroso;
algo que da un aspecto irreal, metalizado, antinaturalista, al objeto fotografiado.
Da igual que sea Don van Vliet, Nick Cave, alguno de sus colegas de Joy Division
o el mismísimo Tom Waits; todos ellos se comportan como monigotes de plata,
hiperdemacrados, endurecidos por la sombra oscura, severa, de la imagen
y pulimentados teatralmente, a causa del artificioso trucaje fotográfico.
El truco es un poco infantil; las fotos de Corbijn convierten sus personajes
en dibujos de cómic noir, o algo parecido. La carne no es carne,
sino sombra, contraste, dibujo. Las fotos de Corbijn tienen una dureza que no hiere,
por inverosímil; es decir, una dureza estética, un demacrado de maquillaje,
cinematográfico y de una impostura limpia y publicitaria.
Esto es, una suciedad ordenada, artificial, puesta ahí en el momento de gritar
acción. No son ya Tom Waits, Don van Vliet o Nick Cave, son Anton Corbijn,
su estilo y su estética. Todos los artistas rock quieren pertenecer
a ese ideal de dureza; ser arquetipo noir, mostrarse al mundo publicitariamente
como parte de esa ficción antes descrita, como chicos-Corbijn. Por ahí desfilan,
a su vez, personajes indeseables y uno piensa que da igual; da lo mismo
Nick Cave que Bono, Joy Division o Depeche Mode. Solamente son sombras
sobreexpuestas
de metal, rígidas e impenetrables; todos ellos son Corbijn.

Luego Anton Corbijn ha hecho películas.
Un biopic rígido pero correcto sobre el malogrado Ian Curtis,
que no explica nada pero que se pasea por lo de sobra conocido
como anestesiado por esa caligrafía del claroscuro de sus fotografías.
Y, recientemente, El americano, con George Clooney reprimiendo su vena irónica
y calzando como puede esa impostada dureza corbijniana, hecha de silencios,
artificial y hueca. Todo vale y se entiende en el platonismo de una estética;
pero hasta el Philip Marlowe de Raymond Chandler, con su cinismo de novela negra
y de entretenimiento, suelta alguna frase que uno advierte apuntalada
en una realidad palpable. Corbijn se ha planteado en El americano una elegía
arquetípica y sin guiños. (No me imagino una película de Clint Eastwood,
o de Sergio Leone, homenajeado explícitamente en la cinta de Corbijn,
sin guiños irónicos en torno a sus cualidades arquetípicas; Anton Corbijn, al contrario,
ha impregnado su historia y a su personaje de una especie de romanticismo
desencantado y existencial.) Tal vez sea esa falta de ironía
lo que me produce cansancio. (Al fin y al cabo el guiño irónico le sitúa a uno
dentro de unas claves de lectura, como diciendo,
esto no te lo vas a creer pero igualmente lo puedes disfrutar.)

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