jueves, 9 de febrero de 2012

Contar una vida. Suena banal. Manido. Lleno de lugares comunes. Y sin embargo, bien hecho, bien cocinado, pocas veces es tan efectivo. Uno acaba Stoner y sale de esa lectura ligeramente conmocionado. Hay varios libros más en la mesilla de noche; varias obras maestras, Julio Cortazar, Thomas Pynchon, Osamu Dazai, su puta madre. No es posible seguir leyendo. El libro de John Williams continúa bailoteando en el interior, haciendo su estropicio; sigue un buen rato entonando su canción triste, adulta y seria. Que se vayan a la mierda postmodernos y existencialistas; John Williams se ha elevado por encima de todos ellos con una narrativa escueta y poética, sin aspavientos, sostenida por un clasicismo severo y efectivo, justo y, ya lo he dicho, serio. Cuenta una vida, con su vulgaridad y su futilidad. Aminora cuando quiere o lo cree necesario; y acelera otras veces, a su antojo. Primero el principio y luego el final, respetando el orden de los acontecimientos. Y uno recorre la vida de ese tal William Stoner maravillado de que haya alguien con un conocimiento tan minucioso del sufrimiento silencioso y ordinario; nada de heroicidades, ni de grandes ideas o luchas profundas; la existencia gris cayendo a plomo, royendo poco a poco, atacando al hombre hasta dejarlo exhausto. Una vida llena de lugares comunes; como la de cualquiera. Compromisos, decepciones, aspiraciones, amistad, amor, paternidad, enemistad, decrepitud, muerte. Los avatares de una vida a menudo suceden con una trivial ligereza; dejando la sensación de una insignificancia total. Todos sabemos que esas cosas pasan. Que una hija decepcionada precipita un embarazo para huir de su casa; que un compañero ambicioso te hace la vida imposible en el peor momento; que los amores apasionados pasan y dejan un reguero de tristeza que provoca enfermedades; que a veces nos aferramos al trabajo porque la rutina es mejor que nada, mejor que sentir un vacío profundo e insustancial; que lo más probable es que al llegar al final de nuestra vida no podamos dejar de preguntarnos ¿qué esparabas?, sin hallar respuesta; que los hijos nunca dejan de ser grandes desconocidos, porque no puede ser de otra manera, y su sufrimiento llegado el momento nos afecta de forma distante, como una historia pasada; que no es posible tener más que uno o dos amigos, de los buenos, con los que compartimos los buenos momentos, y que siempre los recordaremos, hasta el final. Hay pocas narraciones que integren bien los lugares comunes de las vidas corrientes. Sin épica; eludiendo en todo momento la grandilocuencia, subrayando en cada momento ese ¿qué esparabas? final. Supongo que habría que remitirse a los grandes narradores realistas clásicos; Dickens, Zola, que yo he leído muy poco. En el cine conozco esa emoción viendo algunas películas de Jean Renoir, o John Ford (Escrito bajo el sol, por ejemplo, cuenta la vida de un guionista de cine con ese mismo grado de emoción); me acuerdo de una película de Zhang Yimou, titulada en español precisamente Vivir, que me produjo sensaciones similares. El desasosiego producido por la enorme futilidad de todos nosotros. Suena ridículo. Tal vez yo sea un ingenuo; pero tardaré en encontrar en un libro emociones similares, tan palpables.

4 comentarios:

  1. Tengo que buscar esta novela, pinta muy bien. Desde luego por lo que cuentas tiene todos los puntos para gustarte a tí (dentro de lo poco que te conozco) y por las mismas razones, de gustarme a mí.

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  2. Leí Stoner hace poco maravillado por su aparente sencillez. Esta reseña le hace justicia: está muy bien. Enhorabuena

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  3. Me uno al club de fans de Williams. Los mejores ratos de lectura del año pasado los pasé con Stoner. Y como tú dices, es de las que se quedan revoloteando en la cabeza, ya no largo tiempo, sino para siempre.
    Fdo. Cefi

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