viernes, 13 de abril de 2012

Odio que me hablen de calidad.
Se me caen las cosas
bajo ese prisma. Me suena
facha, bien vestido,
de una inseguridad
total. Pero una inseguridad
mal entendida, porque a mí
la falta de seguridad
me gusta; me parece
atractiva (en los demás),
aunque me genera sufrimiento,
como es normal, cuando me afecta.
Recuerdo que uno de mis pintores favoritos,
Gerhard Richter, hablaba
en una entrevista,
hace ya tiempo, de esto mismo;
apelaba a la "calidad"
como uno de sus objetivos
digamos artísticos. Me pareció
una mala forma de diferenciarse,
la calidad. La calidad de la pintura,
en efecto, no la entiendo.
Hay por ahí mucha pintura de calidad
que no me gusta
o no me interesa.
No es cierto o no me lo parece
que toda la pintura anterior
sea de calidad; o no sé
a qué se refiere. ¿Calidad
técnica? ¿Realismo
o academicismo? Antonio Luque,
el cantante, tiene ahora un discurso
parecido al de Richter. Dice
que sus discos últimos
suenan mejor y son
de mayor calidad.
Me parece una mala forma
de evolucionar. Un mal
juicio sobre lo que uno hace.
La calidad. Ahora los políticos
justifican los recortes
en educación apelando, de nuevo,
a la calidad. Vamos a exigirles a los docentes,
dicen, un mayor esfuerzo
para alcanzar
una mayor calidad en la educación.
¿De qué habláis, hijos
de puta? ¿Cómo es posible
difundir un mensaje
tan perverso?
Calidad igual a mercado,
y a sus valores
instrumentales. Es decir,
a una instrumentalización del conocimiento.
La calidad es burocrática,
formalista. Y atañe
a una profesionalización del mundo.
"No aprendamos nunca", decía Antonio Luque
antes de que le entrara un trauma
en aras de la nitidez
de las canciones. A mí
que no me hablen de calidad,
ya lo he dicho. Que todo
sea excitante
como cuando se es niño
y no se sabe hacer
nada de nada.


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