jueves, 29 de noviembre de 2012







Trabajo con la frágil y amarga
materia del aire
y sé una canción para engañar a la muerte –
así errando voy camino de la mar.

martes, 27 de noviembre de 2012




Javier Morant se retuerce de angustia. No puede dormir con placidez. Tiene la sensación de que la muerte se le ha marcado en la cara, apropiándose de las facciones como les sucede a los drogadictos. La mirada hundida en unas ojeras amplias y oscuras. En el retrete, en medio de una tormentosa diarrea, Javier Morant reflexiona acerca de Marcel Proust. ¿De dónde salen sus historias? ¿De la experiencia? ¿De la imaginación? A menudo se dice que Marcel Proust es el paradigma del escritor memorioso. Inclusive, Josep Pla llegó a decir, sorprendido (aunque tal vez con ironía), que le parecía increíble que Proust pudiera acordarse con tanto detalle de acontecimientos muy lejanos en el tiempo. Pla fue un escritor de lo inmediato; hizo como todo el mundo sabe una literatura diarística; de manera que en su obra más celebrada, El quadern gris, sencillamente, reescribe sus diarios de juventud bajo la perspectiva de la ancianidad. En Pla hay una reelaboración de lo inmediato; pero, ¿y en Proust? En Proust hay invención. No puede ser de otra manera. Javier Morant opina esto para sí mismo, mientras sufre retortijones y angustias. En Marcel Proust se manifiesta la memoria, pero a su vez la invención. Sí, opina, Proust se lo ha inventado todo.



Leer a Proust es como correr una distancia larga. Hay momentos de desfallecimiento, en los que uno se siente descolocado. Además, la escritura de Marcel Proust avanza siempre entre sinuosos vericuetos en los que no es difícil perderse. Los personajes parecen metamorfosearse, cambiar de perfil o de actitud, difuminarse. Y, sin embargo, no es que no estén bien definidos; es decir, no es que el lector no tenga datos suficientes como para hacerse una imagen de ellos, una imagen rica en detalles; todo lo contrario, Marcel Proust descubre las contradicciones de cada uno y profundiza en ellas, dando la impresión de que el retrato muta, sufre alteraciones similares a las que sufren las personas reales que, con el paso del tiempo, parecen ser otras.

Al mismo tiempo, la lectura de Proust se le antoja cambiante. En ocasiones, curativa, vivificante. Otras veces, enfermiza, parece profundizar en sus neurosis. Javier Morant piensa que, tal vez, no debiera leer después de fumar maría, sino antes. En ocasiones el placer de la lectura, adornado por el porro, se torna pesadillesco, deformante e intranquilizador. ¿Es Proust o el porro? ¿Sabe pulsar el escritor las teclas que reinician el mecanismo de sus miedos profundos o es el poder embriagador del humo de la marihuana lo que le produce desasosiego? ¿O lo realmente pernicioso es el efecto de ambas cosas, a la vez? Cuando se sume en esa especie de intranquilidad abstracta, inducida por la lectura de Marcel Proust y/o el cigarrito de marihuana, Javier Morant suele buscar cobijo en otras lecturas. Lecturas más fáciles o gratas, más complacientes.

En pocas horas se ha leído un librito de Julian Barnes y anda ahora metido en uno de Rodrigo Rey Rosa. Javier Morant es un lector disperso, sin un criterio claro. En definitiva, un lector sujeto a las modas y, en ocasiones, con tendencia a dejarse seducir por las novedades editoriales, por el ruido publicitario que producen, generalmente, los grandes sellos con sus autores insignes. Barnes no le gusta. Le parece de esa clase de escritores que conducen al lector a sacar determinadas conclusiones, generalmente tendenciosas y artificiales. Uno no puede dejar de pensar, al leerlos, en los trucos de escritor de ficciones que esos autores han ido tejiendo para llegar a tal o cual sitio. A Javier Morant le pasa lo mismo con Nabokov. Demasiado artificio, demasiadas trampas en las que caer para poder dejarse seducir por la lectura y abandonarse a ella. En definitiva, se trata de autores que tratan de evidenciar su inteligencia por encima de la persona que los va a leer, que se permiten dirigir su pensamiento y, como es evidente, sus emociones. Javier Morant los desprecia, a pesar de la indudable sofisticación que generalmente atesoran.

Rodrigo Rey Rosa dice, y se le nota en su manera de escribir, que él escribe no para explicar concretamente algo, sino para interrogarse con la propia escritura. Rey Rosa, como Onetti, se nota que no sabe de antemano lo que va a escribir. En Barnes sucede lo contrario, todo tiene que cerrarse, cualquier detalle ha de encontrar su sitio, su coherencia. Tal vez la escritura de los Barnes, o Nabokov, sea la más perfecta, cristalina en su pulimiento, deslumbrante para algunos. Javier Morant no la tolera, se le atraganta.

Marcel Proust es más amplio que todo eso. Hay una inteligencia que tiembla, desnuda, desamparada. Un alma que se abandona al hastío y se disuelve en la historia narrada. Proust se convierte en lo que cuenta, se entrega, se ofrece sin restricciones. (Tal vez sea exagerado decirlo así.) Uno tiene la sensación de que Marcel Proust no vivió sino en el libro. No pudo, materialmente, pero tampoco espiritualmente, haber vivido de otra manera, en otro ámbito.


miércoles, 21 de noviembre de 2012




Gestos repetidos, uno tras de otro, insignificantes, pueriles, como en tierra de nadie. Lugares de tránsito o no lugares. Los ascensores, las escaleras de los edificios visitados a lo largo del día. Las calles, las aceras, las autovías. Javier Morant a veces piensa horrorizado que la mayor parte del tiempo transcurre en esa especie de no lugares o lugares de espera. Esa pérdida de tiempo es la vida misma; la vida deslizándose a su alrededor, imposible de atrapar. Apenas recuerda nada, excepto la espera. La espera de que la espera acabe y llegue otra cosa. Algo verdaderamente satisfactorio o excitante. Que le haga sentir vivo; experimentar la, digamos, ficción de la vida. En una calle por la que siempre pasa hay un cartel que reza: Aprende a vivir. El rostro de un tipo muestra el antes y el después de ese supuesto aprendizaje. Javier Morant imagina su nombre y su rostro en el cartel. "Javier Morant aprende a vivir." La gente deambulando, siguiendo un destino siniestro. ¿Saben vivir todas esas personas?... ¿o simplemente viven? ¿Saben extraer de sus vidas la suficiente excitación para no sentirse fracasadas? Javier Morant opina que es el silencio y la espera lo destacable en la gente común. La espera en todos esos lugares de tránsito, saliendo de sus puestos de trabajo, llegando a sus casas, deambulando, como si existiese un orden en sus vidas. La ilusión del orden, de lo acotado, y su prima hermana, la seguridad que ese orden parece proporcionar. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Con un control absoluto sobre esos escenarios. Cero aventura.

No es capaz de recordarlo con exactitud, pero tal vez era Emil Cioran quien identificaba la ansiedad con la vida. A Javier Morant le gustaría recordar esa cita, un aforismo probablemente. Frente al cartel que reza "Aprende a vivir", se le ocurre enlazar la leyenda con la cita no recordada de Cioran: Aprende a soportar la ansiedad. Y luego se incluye a sí mismo; imagina un cartel con su rostro ridículo y desesperado, y la leyenda: Javier Morant aprende a soportar la ansiedad. Ya basta, se dice. De camino al colegio de Domingo se encuentra con un viejo conocido. Ha engordado mucho; no parece la misma persona. En un instante, como un fogonazo, se reactiva la memoria de su antigua relación. No obstante todo se diluye gracias a la influencia de una melodía conocida, procedente de alguna parte indeterminada, del aparato musical de un coche parado en un semáforo o, tal vez, de alguna vivienda cercana con las ventanas abiertas a pesar de tratarse de una fría tarde a otoño. De pronto, el no lugar por el que transita se llena de referencias imprevistas. El viejo conocido que acaba de ver, cruzándose sus miradas durante una milésima de segundo, sin saludarse y, paradójicamente, volviendo a ensimismarse buceando en sus recuerdos compartidos. Diez segundos después, aquella melodía conocida pero que tarda un rato en identificar. Aquella canción de Joni Mitchell que evoca otras cosas, otros lugares y otras personas, y que borra el resurgimiento incipiente en su voluble memoria de su antigua relación con la persona con la que se acaba de cruzar. Javier Morant opina que nadie como Marcel Proust ha sabido expresar la importancia de los profundos efluvios de la música, de sus efectos mesmerizantes y las variaciones que produce en el estado de ánimo. Proust habla de una "frase musical" como si se tratase de una especie de interruptor cerebral, abriendo puertas y penetrando en oscuras regiones de la memoria. Javier Morant ha tardado en reconocer esa canción que flota en las calles; sin embargo, mucho antes de reconocerla, es decir, mucho antes de que su tonto esnobismo haga un recuento de datos que le permita identificar la voz de esa cantante, Joni Mitchell, un sutil torrente de sensaciones atraviesa su cuerpo. Un mecanismo inconsciente que se activa y le conduce hasta Silvia Serrat y hasta las escaleras de una playa, una noche, una fiesta, el llanto emocionado de ella; probablemente, la consolidación de su amor, el camino de vuelta al coche abrazados y, ya en plena carretera, esa misma canción de Joni Mitchell, como la perfecta banda sonora de aquello que les acababa de ocurrir: las confesiones íntimas, sus debilidades compartidas sellando el deseo de estar juntos, de seguir adelante pese a las enormes diferencias.

Domingo juega con sus compañeros de clase. Una niña salta sobre la cabeza de Domingo produciéndole un ligero hematona. El llanto desesperado. El diminuto escándalo. La fingida alarma de la madre de la niña, que persigue a Domingo y a Javier Morant insistiendo en disculparse. Que la niña se disculpe; que aprenda a disculparse. Vale, vale, le dice Javier Morant. Y se van. Y en el momento de irse Javier Morant piensa en Joni Michell como si fuese un lugar muy remoto, una arcadia, una especie de paraíso perdido.

martes, 20 de noviembre de 2012

Todos los días salgo de la cama
y digo adiós a mi compañera.
Vena: cuando me pongo
los pantalones,
me quito
la
libertad.
Cuando llega la noche, otra vez
vuelvo a la cama y duermo.
A veces sueño que me llevan con las manos atadas,
pero entonces me despierto y siento la oscuridad,
y, con el mismo valor, el cuerpo de mi mujer y el mío.



lunes, 19 de noviembre de 2012



El tertuliano liberal dice que los bancos son el corazón del sistema (o de la sociedad, o de lo que sea); de modo que el dinero es la sangre, el fluido que debe circular para que el sistema, la sociedad o lo que sea, funcione. El tertuliano liberal hace un balance general y dice que el problema de los sin casa es insustancial, pues en torno al noventa por ciento de la población total no tiene ese problema. El tertuliano socialdemócrata presenta una cara aparentemente más humana. El problema de la gente sin casa no puede relativizarse; no todo son grandes cifras. No obstante, el tertuliano socialdemócrata incide en la misma metáfora ilustrativa: el sistema padece del corazón y es el corazón (los bancos) lo primero que hay que atender. Que fluya la sangre, es decir, el puto dinero.

Entre el público, en ese mismo insidioso programa televisivo, una familia (padre, madre e hijos) que lo ha perdido todo. Habla el padre y dice que no sabe de economía; narra entre sollozos su problema particular y se dirige al tertuliano liberal para reprocharle que haya calificado lo suyo de insustancial o relativo, o lo que sea. El tertuliano liberal asume el papel de malo de película. El tertuliano socialdemócrata se atusa el cabello, orgulloso de haber quedado como el bueno. No obstante, al padre de familia no se le ocurre preguntarles a los dos por qué están de acuerdo en defender un sistema (circulatorio: corazón, bancos, sangre, dinero) que permite que haya gente a la que pueda sucederle lo que les ha sucedido a ellos.

domingo, 18 de noviembre de 2012



Para los apocalípticos, como yo, defensores del fin de la cultura (aniquilada por el poder de la microtecnología), la película de Leos Carax "Holy Motors" debería ser, es, una gran historia. Una película nostálgica con una idea de la cultura ligada al acto cultural, es decir, a una acción física, representacional y simbólica. Holy Motors se sitúa en el crepúsculo de esta idea de cultura. El final de la representación como creación paralela a la realidad.

Hay un par de líneas del diálogo que, a mi modo de ver, son aclaratorias: se le pregunta al protagonista por qué, a pesar de la fatiga, a pesar del sin sentido, lo sigue haciendo, se sigue trasformando en un nuevo personaje; a lo que contesta: Por la belleza del acto.

En otra ocasión, para ilustrar el cansancio o la nostalgia, dice que echa de menos la presencia de las cámaras; dice que las cámaras son cada vez más diminutas, más insignificantes, más invisibles.

Recuerdo haber leído alguna cosa acerca del fin del arte. Ese fin progresivo, progresivamente anunciado. El fin del arte, probablemente, comienza con el fin de la representación. Cuando ya no puede construirse un acto simbólico, paralelo a la realidad y que no se confunda con ella, cuando el arte deviene en una realidad abstracta, separada, escindida de la realidad, comienza a fenecer. El arte humanistamente teatral, teatralmente cinematográfico, de Leos Carax se situa en esta tesitura. El protagonista de Holy Motors es un actor, un actor que inserta sus actuaciones en, digamos, los escenarios del mundo real.

Un actor sin público. Afligido, tal vez, por esta carencia. Alguien le replica que: La belleza del acto está en la mirada del espectador. En efecto, nadie observa sus trasformaciones, nadie las disfruta y nadie reflexiona en torno a ellas. Lo que aflige al actor es su aislamiento. Posee una sensibilidad que ya no puede compartir.

En el fin del arte, la sensibilidad estética se desplaza del signo (o el acto representacional y simbólico) a la realidad. Cuando el arte se ubica en las calles, cuando la vida de la gente se carga de imposturas, de aditamentos, decorados o adornos, el "acto" como entidad aparte carece de sentido.

jueves, 15 de noviembre de 2012



Conforme crezco, mi afición a los dibujos animados infantiles se acrecienta. Llegará el momento en que ya nada me importará más que los dibujos animados. Veré las cosas, el mundo, a través de una pantalla de dibujos infantiles, inocentes y perversos, como una metáfora de la adultez, de lo que la adultez opina de la infancia, o de lo que espera de ella, y de lo que la infancia, transmutada en adultez, llegará a ser algún día.

Yo en Doraemon veo a Haruki Murakami. En cierto modo la quintaesencia de lo japonés, desde el punto de vista de un occidental muy poco versado en lo oriental, como yo. Uno lee aquí a allá que lo bueno de Haruki Murakami es su goticismo, la creación de atmósferas oscuras, opresivas, o lo que sea. Hay reseñistas famosos que lo tachan de inculto; los mismos que celebran la incultura de un canonizado Ernest Hemingway, por ejemplo. Yo creo que lo bueno de Murakami es lo mismo que lo hace malo: el tipo rebaña cualquier cosa con una banalidad profunda, de corte japonés. Lo bueno de Murakami es esa tontada insustancial en la que puede suceder cualquier cosa: los objetos vuelan sin sentido y las personas son de colores fluorescentes. Lo cotidiano da paso, sin más, al elemento fantástico. Todo eso como si no pasara nada, con esa naturalidad con la que la imaginación japonesa nos muestra las cosas. Da igual que de vez en cuando el tipo haga uso de un esteticismo gótico, oscuro. Uno no adivina el peligro en Murakami. En cualquier momento, cualquier cosa puede salir volando y ponerse a salvo, o sucumbir de un modo insustancial y que de una tumba salgan flores de colores.

Nivelarlo todo tiene su cosa. Como sucede en Doraemon, los dibujos animados favoritos de mi hijo. Hay una ligereza cotidiana muy bien narrada, similar a la que muestran las películas de Yasujirō Ozu. Un pedete, unas risas, los nenes de aquí para allá, los padres ocupados, ajenos a ese mundo infantil en el que todo se hace posible. Entonces, de pronto, entra en juego la magia. La realidad encuentra su doble; la cotidianidad se adentra en lo imaginario, como si coexistieran.


Mi manera de amarte es sencilla:
te aprieto a mí
como si hubiera un poco de justicia en mi corazón
y yo te la pudiese dar con el cuerpo.

Cuando revuelvo tus cabellos
algo hermoso se forma entre mis manos.

Y casi no sé más. Yo sólo aspiro
a estar contigo en paz y a estar en paz
con un deber desconocido
que a veces pesa también en mi corazón.







miércoles, 14 de noviembre de 2012

(Orquídea blanca)





Adonde nos dirijamos bajo la tormenta de rosas,
las espinas iluminan la noche, y el trueno
de las hojas, antes tan silenciosas en los arbustos,
nos sigue ahora muy de cerca.

martes, 13 de noviembre de 2012






Todo comenzó con El almuerzo sobre la hierba, de Édouard Manet. La modernidad ya estaba en marcha; sin embargo, tal vez ahí se produce el germen de una cierta actitud de vanguardia. El deseo de trasgredir los géneros y las costumbres tradicionales, de provocar a la sociedad biempensante, de buscar los confines, lo no alcanzado o lo nunca hecho, lo nuevo. Como dijo Baudelaire, coetáneo de Manet, en ese cuadro y en toda la obra de Manet se vislumbra el fin del arte, su definitivo aniquilamiento.

Años después, Marcel Duchamp juega al ajedrez con una mujer desnuda. Más allá del jaque a la tradición artística del desnudo femenino, en lo que supone una de las primeras performances fotográficas de la historia, a mi modo de ver, esta imagen dice mucho de la relación de Duchamp con la mujer, el sexo y el placer. Henry Miller juega al ping pong con una mujer desnuda. La performance de Miller, quiero pensar que posterior a la de Duchamp, aunque lo ignoro, nos habla a su vez del enfoque del escritor norteamericano en lo que concierne al sexo. El ping pong es una explicación postrera, de un Henry Miller ya muy viejo, del significado de sus provocaciones.

Hace tiempo leí una biografía de Duchamp en la que se dice que el pintor y artista francés era un gran follador. Un follador indiscriminado, vitalista e insaciable. Yo no lo creo. Marcel Duchamp, en todo caso, sería un sibarita del sexo, alguien de gustos sofisticados, que seleccionaría meticulosamente sus conquistas.

La sexualidad de Marcel Duchamp se me antoja fría, exquisita. El erotismo de Duchamp, con su gusto por los coños rasurados (al parecer, no soportaba el vello corporal), me recuerda a la escuela de Fontainebleau renacentista, a aquella imagen célebre en la que las hermanas d'Estrées aparecen desnudas de cintura para arriba y una de ellas, no sabría decir cuál, le toca sutilmente un pezón a la otra como quien se dispone a probar un caramelo exquisito. El erotismo de Duchamp es de ese estilo. Marcel Duchamp lo intelectualizaba todo, incluso el sexo.

Lo de Henry Miller es otra historia. Marcel Duchamp no puede ser un follador impertérrito y voraz sencillamente porque no tiene cuerpo para ello. Duchamp es un tiquismiquis, alguien demasiado liviano para la fogosidad de la carne. Henry Miller tampoco tiene cara de fogoso, no parece un tipo pasional o romántico. Miller tiene cara de cachondo, de atrevido. Henry Miller es un feo con gracia; parecido a como uno se imagina al mítico Giacomo Casanova. Para follar mucho hay que trivializar el sexo; bajarlo del turbio pedestal del romanticismo. Todo ha sido un juego banal, parece decirnos el Henry Miller jugador de ping pong. Frente a él, una tía guapísima, completamente desnuda, le devuelve la pelotita. La escena es de una ligereza encantadora.

En otro orden de cosas, enlazando con el deseo de subvertir el desnudo femenino, y ya como canónico performer, el artista Yves Klein usaba el cuerpo desnudo de la mujer como si fuese un pincel, para pintar bonitos cuadros azules. Lo de Klein, aunque portador de un simbolismo equiparable a Duchamp o Miller, me parece mucho menos respetuoso con el cuerpo femenino. Yves Klein no sólo muestra, usa. En sus acciones subyace, no solamente la epatante intención de provocar haciendo algo, para aquel entonces, nuevo, sino el sutrato de miles de años de preponderancia masculina.


viernes, 9 de noviembre de 2012








Micah P. Hinson es el nuevo Frank Sinatra. Postmoderno, díscolo y asilvestrado. Desde siempre yo lo he querido encuadrar en la cohorte de los nuevos cantautores, siguiendo el rastro de los Dylan, Neil Young y tal. Pero no, no tiene ahí sus raíces. P. Hinson es el puto Frank Sinatra.
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