domingo, 30 de diciembre de 2012




La lectura de poemarios y novelas ha pasado de ser un entretenimiento banal a algo mucho más relevante. El encuentro con una, digamos, realidad paralela, anticipatoria y supersticiosa. En efecto, los libros, para Javier Morant, tienen cualidades totémicas, producen, de alguna manera, experiencias mágicas. Cada lectura, cada buena lectura, es como una puerta abierta a una nueva forma de percibir las cosas. Supone una ayuda para soportar la experiencia cotidiana. Una ayuda mayor inclusive que la terapia del psicólogo. Marcel Proust y la parsimonia en la desesperación, Vladimir Nabokov y la belleza en la malignidad, Rodrigo Rey Rosa y la severidad en el desconcierto, Bret Easton Ellis y el exibicionismo escéptico. Una vez acabado de leer, Javier Morant guarda el libro ceremoniosamente, cogiéndolo con ambas manos, como si lo acunase y, propinándole las últimas caricias, lo deposita en su lugar en una estantería (que al fin y al cabo es una especie de nicho en el que el libro descansará, dejará de hablar o hablará de otra manera, con una voz reiterativa y soterrada, como si fuera un eco de ultratumba). El libro ya está dentro de uno, una vez leído. Hay libros que se releen, pero son una minoría. La mayor parte de lo que uno lee nunca vuelve a actualizarse, se interioriza y envejece dentro. De manera que, en el interior de uno, el libro se nutre de prejuicios posteriores (valga la contradicción; tal vez habría que llamarlos postjuicios); esto es, el libro cambia, evoluciona, es desplazado por otros libros y va muriendo poco a poco, hasta que se olvida. Javier Morant recuerda pocos libros de los muchos que ha leído. Si le da por revisar su biblioteca se da cuenta de que apenas le queda un recuerdo vago de cada uno de ellos, un recuerdo hecho de sensaciones, más que de juicios certeros. Los poemarios y las novelas, las buenas novelas, fundamentalmente, le dejan a uno un poso emocional, muchas veces arbitrario y, casi siempre, equivocado. Y, sin embargo, de ese tipo de emociones se alimenta uno (como complemento de las otras, las cotidianas, las que suscitan las personas reales). Cada lectura emprende su particular batalla contra el olvido. Pocas la ganan. Y no siempre vencen las lecturas más histéricas. A veces, hay voces que son mansas en apariencia y, sin embargo, por alguna extraña razón, generan un eco mucho más duradero. La prosa de Marcel Proust pertenece a este género, sin duda. Proust parece haber ahogado el grito, parece haberlo sepultado debajo de toneladas de fruslerías. No obstante, el aullido se revela con la conveniente claridad en el poso que, aunque resulte siempre engañoso y lleno de postreros prejuicios, tiene que ser suficiente.

Si hay alguien, en la historia de la cultura, que retoma el espíritu de Marcel Proust es, quizá, el pintor norteamericano Andy Warhol. En Warhol, Javier Morant cree haber descubierto un temperamento similar al de Proust. La misma mirada laxa o indolente, circundando el paisaje de una época. El mismo gusto por las escenas triviales. La preferencia por enfocar el plano superficial de las cosas, amagando significados más hondos. La misma tristeza resignada, afectada de banalidad, infinita en sus argumentos. Uno se imagina a Andy Warhol con la misma fragilidad que ha enfermado a Proust.

Javier Morant ha decidido entrar en un local liberal que hay cerca de la autoescuela en la que trabaja. Necesita traicionar de alguna manera a Silvia Serrat. Quiere pensar que es él quien se está distanciando y que comienza a poner tierra de por medio. El local se llama Tarot y abre justo cuando finaliza la jornada de trabajo de Javier Morant. Puede decirle a Silvia Serrat que he tenido que reunirse con su tío, o ha tenido que acompañarlo a algún sitio. Un amigo le ha hablado a Javier Morant de este tipo de locales. Ese amigo al parecer los frecuenta. Javier Morant entra sensiblemente cohibido. Le recibe una mujer rubia platino, no muy guapa y entrada en carnes, vestida con un body y unas mallas, toda de negro, muy ceñida. La sonrisa de esa mujer le resulta ligeramente desagradable. La mujer le conduce a una sala en la que deberá sentarse junto a una barra de bar. No hay nadie en la sala, excepto un camarero, tras la barra. Pide una Coca-Cola Zero. Tendrás que esperar a que llegue la gente, dice la mujer. Media hora. Tres cuartos de hora. Entran dos parejas. La rubia platino las sienta en unas butacas que Javier Morant tiene a su espalda. Necesitaría beber alcohol para matar el nerviosismo. Pero se reprime. Bah, volverá otro día que esto esté más concurrido, piensa. Al salir, mira de reojo a las mujeres que conversan animadamente con sus parejas. No son gran cosa, piensa Javier Morant. Calcula su edad. Más de cuarenta y cinco, seguro. A la salida, la rubia platino le interroga: ¿Todo bien, caballero? Claro, dice Javier Morant, es que tengo un poco de prisa. Ya en la calle se siente liberado de la presión de tener que hacer algo. La puta Coca-Cola le ha costado quince euros. ¿Todo bien, caballero?, ¿todo bien, caballero?... repite, mentalmente, la maldita pregunta de la rubia platino, mientras se aleja caminando. Es que tengo un poco de prisa, ja. Soy imbécil, no tengo remedio. La mirada curiosa de la gente con la que se cruza le indica a Javier Morant que ha debido estar hablando solo, en voz alta.

2 comentarios:

  1. Las consideraciones sobre las lecturas de libros y cómo pasa el tiempo por ellas, magnífica.
    Por otro lado encuentro poco "pop" a Proust salvo en eso que dices de la superficialidad.
    Y definitivamente, Morant necesita dar un golpe en la mesa de juego de su vida.

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  2. Proust no es pop , claro, pero tiene, a mi modo de ver, un temperamento artístico similar al de Warhol

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