miércoles, 5 de diciembre de 2012

Ya no te sirvo, dice Silvia Serrat. Javier Morant se toca el vientre por debajo de la camiseta. Cada vez estoy más gordo, piensa. De modo que la afirmación de Silvia Serrat le pilla desprevenido. Pero improvisa una respuesta rápida; algo que contenga el torrente sentimental que parece a punto de desatarse. Eso lo tendré que decir yo, dice Javier Morant, dubitativo, sin tener del todo claro si debe o no sentirse culpable. Si ella pretende hacerle culpable de algo o se trata de uno de sus tradicionales embates. En efecto, cuando algo va mal, cuando el instinto femenino de ella detecta cualquier disonancia, suele desmarcarse, poniendo tierra de por medio. Ya no te sirvo, dice ella. Ya no te sirvo (la voz de ella resuena en la cabeza de Javier Morant, ¿por qué lo dice?, ¿a qué viene ese reproche?) Entonces Javier Morant recuerda algo de lo que hablaron hace días. Una de sus patosas quejas metafísicas, existencialistas, con la que él la martiriza a ella: Nuestra vida se está convirtiendo en algo funcional, sin alicientes, sin espontaneidad. En un primer momento, ella no entendía el concepto: ¿Vida funcional? ¿Mecánica? ¿Productiva? ¿Monótona? ¿Como un trabajo? Luego ella se dedicó a usar ese adjetivo irónicamente, burlándose de la inmadurez de él. Porque para ella se trata de eso: inmadurez, pocas ganas de hacer lo que hay que hacer, de ocuparse de las obligaciones, de sus compromisos. Lo hablaron veladamente, medio en broma. Hay algo que se pierde en el camino cuando todo lo que se realiza a lo largo del día se dedica a cubrir el expediente, a ocuparse de algo o de alguien porque se tiene que hacer. El tiempo ya no es de uno, para el propio regocijo. No hay momentos de recreo: todo se vuelve funcional, técnico, sin emociones. Ya no te sirvo, dice Silvia Serrat. Y al poco rato ahonda un poco más: Ya no me quieres, dice. Javier Morant, atónito, se rasca la barriga, surcando con las uñas las adiposidades, tratando de hacerse daño. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué ahora? Porque lo noto, dice Silvia Serrat. Nuestra vida se ha vuelto aburrida y me haces culpable de ello. Y no tengo yo la culpa, dice Silvia Serrat; las cosas son así, nos hemos hecho mayores. Tú no soportas las responsabilidades; por eso ya no me quieres, porque yo para ti represento esta vida cargada de obligaciones. No las quieres, deseas quitarte ese peso de encima. No me quieres, en definitiva. Ya no te sirvo. No seas idiota, dice Javier Morant. La barriga empieza a dolerle en serio. Se ha estado rascando la misma zona durante un buen rato; se levanta la camiseta y mira la piel enrojecida, como si le sorprendiera. Claro que te quiero, Silvia, dice Javier Morant. No me tortures. No soy un tipo tan frívolo. No quiero divertirme, sin más. No podría ser feliz sin ti. Pronuncia esto y se siente ridículo. Se levanta, se va a la cocina, coge una botella de zumo y un vaso, regresa al salón, donde le aguarda Silvia Serrat, se sienta de nuevo junto a ella, se sirve un poco de zumo y bebe. Está frío, dice. Ella calla.

Por la noche, cenan. Domingo vomita. Ya ha cogido el virus, dice Silvia Serrat. Tiene fiebre. Lo acuestan. Se sientan frente al televisor. Un concurso en el que unas chicas tratan de conquistar a un chico al que llaman tronista. Una de las chicas se mete en un yacuzzi con el tronista, ambos en ropa interior. Se besan. Ella se monta sobre el tronista. Se frotan, gimen. Luego comentan su cita, por separado, hablando a la cámara como si la cámara fuese un amigo íntimo de él y de ella. No dicen gran cosa: Me lo he pasado bien, He estado a gusto, Ella es mi favorita, No me importa lo que piensen las demás... Silvia Serrat se va a dormir. Estoy cansada, dice, la semana ha sido dura. Su jefe la tortura. Tiene que rendir al máximo si quiere conservar al puesto de trabajo. La crisis. Se besan. Mañana haremos algo, se dicen los dos casi al unísono. Javier Morant se queda viendo la tele. Al poco rato se levanta. Se dirige al estudio, a por uno de los cigarritos de marihuana que guarda en uno de los cajones de la librería. A medio camino cambia el rumbo y entra en la habitación, donde ella dormita con su libro de Hanif Kureishi entre las manos. Tiene los ojos prácticamente cerrados. Al verlo entrar alza la vista y le sonríe. Javier Morant la acaricia. Coje el libro y lo deposita en el suelo. Se acuclilla, junto a ella. Me duele que pienses que no te quiero, dice Javier Morant. No me hagas caso, dice ella, mañana estaré mejor. Ok, haremos algo, podemos dejar al niño con mis padres. Luego, Javier Morant va a por el porro. Los porros los fabrica ella. Se los deja en una cajita, en el interior de un cajón en el que suele haber decenas de bolígrafos y material de oficina. Javier Morant se lo fuma en soledad, sintiéndose solo y dolorido. Cambia el canal del televisor. Un concurso de cantantes. Una vieja película de Hal Hartley. Baja el volumen al máximo; hasta hacer casi inaudible el sonido del televisor. Coge el grueso tomo de Marcel Proust. Lee un par de páginas. Lo deja. Va a la cocina y se toma un Myolastan. Vuelve al salón. Esta vez coge un libro de Bret Easton Ellis que acaba de empezar, Lunar Park. Lee un par de capítulos. Se mete en internet. Rebusca en las webs pornográficas. Una pareja se ha grabado haciendo el amor. Plano fijo. Impostan poco, parecen naturales. Se les nota torpes. Eso excita a Javier Morant. Ella mira de vez en cuando el objetivo de la cámara, coqueta. De pronto, un movimiento brusco provoca que la imagen se tambalee. La cámara cae al suelo. Fundido en negro. Hora de irse a dormir.


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