domingo, 24 de febrero de 2013

Isidore Ducasse probablemente no tuvo una infancia feliz. Javier Morant, de súbito, muestra un especial interés por este personaje. (En cierto modo, constituye el reverso de Marcel Proust.) No es posible escribir una biografía extensa de Isidore Ducasse. Es como si no hubiera existido. Tuvo, digamos, un paso fugaz por el mundo. Sin estridencias; a no ser por el temblor salvaje que supone Los cantos de Maldoror. El biógrafo se excusa: es preciso inventar, hay que rellenar los importantes huecos en la breve vida de Isidore Ducasse; de lo contrario, nos quedaríamos con el silencio de su corta existencia y con el mito de su locura. Isidore Ducasse no estaba tan loco, al parecer. Fue un ser torturado, dice el biógrafo.

Una de las máximas de Isidore Ducasse fue no dejar memorias, no escribir sobre la memoria. De ese modo eligió lo imaginario; despreciando lo real. Lo imaginario desatado, febril, monstruoso. El desorden total. Como protesta por el orden de lo establecido, de lo convencional, de lo burgués.

Marcel Proust navegó en el mundo de las convenciones sociales. Su método es éste: discurrir por lo superficial, buceando a veces, destapando muchas veces la trastienda de las cosas. Pero sin alterar ese orden convencional; como si de él dependiera el delicado equilibrio del escritor.

Isidore Ducasse eligió la negación, la marginalidad y el malditismo. Si partimos de la premisa de que, en cierto sentido, es imposible dejar de escribir sobre uno mismo, Los cantos de Maldoror son la verdadera expresión de la biografía de Isidore Ducasse. Con los "cantos" nos debería bastar. Antonin Artaud dijo que, de haber vivido más tiempo, Isidore Ducasse se hubiera vuelto loco; como Nietzsche, como Van Gogh (o como el propio Artaud). No obstante, Isidore Ducasse vivió poco, no llegó a cumplir veinticinco años; de manera que sus "cantos" pueden comprenderse como la rabiosa expresión de su juventud. Antes de morir dejó una serie de poemas en los que cambiaba de registro. Esos poemas no son tan destructivos como sus celebrados "cantos" y, por consiguiente, no han sido tan ampliamente elogiados. Muestran un Isodore Ducasse domesticado o en vías de domesticación. Como si se hubiese dado cuenta de que era imposible seguir por el camino del malditismo. Domesticarse o morir. No hay constancia del motivo de su muerte. No sabremos si, dada la feliz alternativa de sus domesticados poemas, Isidore Ducasse eligió morir.

De modo que Marcel Proust e Isidore Ducasse son dos antagonistas perfectos, radicalmente enfrentados en sus presupuestos estéticos.

Javier Morant lee gustoso sobre la vida de Isidore Ducasse. Javier Morant imagina que Marcel Proust, al narrar los acontecimientos de su vida, siguió el mismo método que el biógrafo de Isidore Ducasse: rellenar los huecos con suposiciones, arrojar luz sobre lo ignorado mediante la imaginación. Al fin y al cabo, la memoria de Marcel Proust no pudo ser tan prodigiosa. Marcel Proust no estaba presente cuando Charles Swan y Odette de Crécy intimaban. En las reuniones de salón en casa de Madame Verdurin, Marcel Proust debía ser tan solo un niño. ¿Cómo acordarse de todo aquello con el detalle con que ha sido narrado en En busca del tiempo perdido? Marcel Proust, en efecto, rellena lo que no sabe, debe hacerlo.

¿Qué hizo de Isidore Ducasse un negador tan radical, hasta el punto de renegar de su biografía, es decir, de su propia memoria? Tal vez el suicidio de su madre, cuando Isidore Ducasse contaba tan solo dos años de edad. Crecer con la certeza de que tu propia madre no ha querido vivir. Sentirse necesitado de negar a la madre para soportar su ausencia y su suicidio. (Proust, al contrario, siempre habla de un amor profundo por su madre; evidenciando una dependencia total, casi enfermiza.) Isidore Ducasse fue enviado por su padre (cónsul francés en Uruguay) a Europa, solo. Siendo adolescente, su padre se deshace de él. La soledad fue su signo. Javier Morant lee e imagina la silenciosa muerte de Isidore Ducasse. Dejado de lado por sus dos progenitores, rubricó antes de morir el documento de su inquina. Ni siquiera asumió su propio nombre, el nombre que le habían puesto sus padres. Firmando como el misterioso conde "del otro monte".


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