domingo, 3 de febrero de 2013




Marcel Proust fue el mayor de dos hermanos. Sin embargo, jamás escribió sobre ello en su novela En busca del tiempo perdido. Obvió literariamente a su hermano, llamado Robert. Robert fue médico, como el padre de ambos. Robert fue un tipo fuerte y saludable, un tipo con, digamos, éxito en la vida (éxito relativo, de persona normal). Los hermanos Proust no se llevaban bien. Eran muy diferentes. Marcel, el artista, hipersensible, enfermizo, singular. Robert, instalado en el pragmatismo al que obliga la supervivencia normal, la prosperidad en la vida social, lo que sea. Robert emuló al padre. Marcel, a la madre. Esa polaridad los separó. (Sobre todo, a ojos del hermano mayor, Marcel, mucho más perceptivo para este tipo de cosas.) Robert se ocupó de Marcel cuando murieron sus dos progenitores y el escritor, el artista, enfermó definitivamente y no quería más que dedicarse a escribir esas memorias suyas interminables. La relación entre los dos hermanos debió ser, en cierto sentido, similar a la de los hermanos Van Gogh (el hermano inútil, el débil, el enfermo, el obsesivo artista, versus el hermano que sabe conducirse en la vida práctica). Sin embargo, Robert Proust, a diferencia de Theo Van Gogh, no pudo ayudar a su hermano en su arte, pues como médico nada tenía que ver. Robert se ocupó de la salud de Marcel, en la medida de lo posible (pues Marcel, al parecer, no le hacía mucho caso). Mientras, Marcel escribía una autobiografía novelada en la que había borrado la existencia de su hermano.

El dato resulta, cuanto menos, curioso. Julien Gracq, en Leyendo escribiendo, dice que una literatura como la de Marcel Proust, fundamentada en el recuerdo y la experiencia, queda irremediablemente lastrada. La literatura no es la vida, actúa en otro plano. Proust sabe elevar su relato, fundamentado innecesariamente en su vida (según Gracq), porque es un genio. Otros, sin duda, hubiesen fracasado en un empeño similar. La obra de Proust es un enorme anecdotario. La literatura no tiene nada que ver con la vida.

Nabókov dijo algo parecido sobre El Quijote. La obra maestra de Cervantes es un serial de anécdotas, sin estructura, según Nabókov. El Quijote lo salva el genio de Cervantes, que es capaz de mantener el pulso, el tono, en una narrativa que es un caos estructural.

(Tal vez haya más concomitancias entre Marcel Proust y Miguel de Cervantes de lo que parece.)

Javier Morant ha empezado a leer un libro de Soledad Puertolas. Ha elegido esta vez a Puertolas como segunda lectura, lectura ligera o de descanso. Lo correcto hubiese sido elegir un librito pop, otro de Javier Calvo, por ejemplo, o alguna cosa postmoderna, como Juan Francisco Ferré. Javier Morant no siempre hace lo correcto. Soledad Puertolas ha sido un revulsivo en otro tiempo. Sin embargo, Javier Morant ha sentido recientemente un impulso irresistible de leerla. La frágil Soledad Puertolas, la escritora opaca, gris.

No está mal Soledad Puertolas. Escribe fluido, suavecito, con una prosa melodiosa y ligeramente perfumada. Como una escritora antigua y muy mujer. A Javier Morant le gusta porque Puertolas obvia lo extraordinario. Es aburrida en el mismo sentido en que lo es Marcel Proust. La diferencia, como dirían Julien Gracq y Vladimir Nabókov, está en el genio literario. El genio literario le costó a Marcel Proust una enfermedad. Le costó, en cierto sentido, la infelicidad y la vida. Proust murió de genio literario. Soledad Puestolas es como Marcel Proust y su hermano Robert en uno. O como el Quijote y Sancho, todo a la vez. Uno no puede pretender ser una persona normal y escribir con profundidad sobre las personas normales. No te puede ir de puta madre en la vida y pretender entender el sufrimiento de la gente.

Javier Morant reflexiona sobre este tipo de cosas mientras soporta un terrible dolor de cabeza. Los árboles se agitan a su alrededor con fiereza. Ha recibido una llamada de Silvia Serrat, desde Praga. Hace frío, dice ella. Claro, le contesta Javier Morant, te has ido a Praga, nada menos, en pleno invierno. Todo es muy bonito, dice ella, soy muy feliz. La felicidad no existe, dice él, cuando vuelvas todo habrá acabado. ¿A qué te refieres?, pregunta Silvia Serrat. Nada, que cuando vuelvas esa felicidad que dices desaparecerá, ya verás. Es lo que tienen lo viajes.

Me encanta viajar, dice Silvia Serrat.

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