viernes, 30 de mayo de 2014

Treinta de mayo

Escribir treinta de mayo

Caer atrapado en un atasco

Escuchar una y otra vez
La canción favorita de D

V cumple un año

martes, 27 de mayo de 2014

Veintisiete de mayo

D reconstruye un puzle
En el suelo

Televisión
Concursos, noticiarios

domingo, 25 de mayo de 2014










El agricultor vivía en una pequeña casa unifamiliar. Planta baja y un primer piso; en las afueras de la localidad de Alfafar, muy cerca del campo. El agricultor tenía tres hijos y una hija. El pequeño, soltero, aún vivía en casa; a pesar de que apenas se le veía, siempre encerrado en su cuarto o afuera, con los amigos. El hijo pequeño no trabajaba. La chica, casada, acababa de tener su primer hijo. El siguiente, el mediano, era un bala perdida, un tipo muy vicioso; se casó y tuvo un hijo que ya tenía siete u ocho años, pero se pasaba las noches de bar en bar, bebiendo solo o con quien fuera. Al hijo mediano también le gustaba la cocaína. Se hablaba en el pueblo de los vicios del hijo mediano del agricultor; no obstante el padre decía no saber nada. El niño, como llamaba el agricultor a su hijo mediano, decía que no, que no se ponía nunca de coca, que lo suyo era el coñac y el güisqui. El agricultor ya no se sentía capaz de discutir con él cara a cara; al fin y al cabo, el niño era todo un hombre y se ponía muy burro cuando perdía los nervios. El hijo mayor se le mató en un accidente de tráfico. Era la pena de la familia. La mujer del agricultor, madre de sus cuatro hijos, no había superado la muerte del mayor, ni la superaría nunca. Esa mujer vivía angustiada, sin ningún remedio. Su tristeza era eterna. Apenas hablaba con nadie. Se atiborraba a pastillas. Dormía todo el día y lo único que solía hacer era prepararles algo de comida al agricultor y a su hijo pequeño, cuando este último andaba por casa. El agricultor y su mujer se habían casado para toda la vida; eso no había quien lo cambiara. Pero ya no se amaban. Apenas se aguantaban unas horas al día, por las noches. El agricultor se pasaba toda la jornada fuera de casa, en el campo; comía allí mismo o en un bar, y volvía al anochecer. El agricultor y la mujer casi siempre cenaban a solas, en silencio, como hipnotizados por el sonido del aparato televisor, que esparcía por toda la casa alegres proclamas publicitarias y, con total desparpajo, como burlándose del silencio sepulcral de sus dos únicos espectadores, un horrible zumbido electrónico (era un viejo aparato), sin que ninguno de ellos se viese afectado. Recogían los platos y fumaban. Siempre fumaban juntos, el agricultor y la mujer. Pero ni siquiera entonces se decían nada. A lo sumo hablaban del hijo pequeño; si estaba o no en la casa, si trabajaba o no en algo. A veces, la mujer anunciaba la visita de su hija: vendría en breve para que vieran al nieto. El hijo mediano, del que todo el mundo opinaba que era un vicioso, aparecía por casa muy de vez en cuando y sin avisar; siempre para pedirles dinero. Luego se enteraban de que andaba desaparecido varios días. Se decía en el pueblo que había sido visto en tal sitio, muy pasado de vueltas y embroncado. Mejor ignorarlo. El agricultor y la mujer fumaban juntos, en silencio siempre, cada uno pensando en lo suyo.

No le contó el agricultor a su mujer que por la mañana había visto a una puta mamársela a uno. El agricultor llevaba ya rato pulverizando las hierbas, cuidando los tomates y observando a ratos la amenaza del viento y las nubes. Oyó algo, un coche grande, de esos familiares. Se arrimó al polígono, cerca del descampado, como otras veces, esperando verle las piernas a la puta y la cabeza al putero a través de las ventanillas y el parabrisas. Pero esta vez estaban fuera del coche, los dos; la chica, de rodillas, mamaba aquella pequeña polla; el tipo, grueso y trajeado, pero con los pantalones bajados hasta las rodillas, la tenía agarrada por el cuello y la dirigía. El agricultor se quedó mirando un rato, entre indignado y ligeramente excitado. El putero ponía cara de perro rabioso. Miraba a la chica con fiereza mientras manejaba la cabeza, adentro y afuera. Luego la tumbó sobre el capó del coche y se la folló, poniendo la misma cara de depravado. Agazapado en los límites del huerto, el agricultor no distinguía el rostro de la chica, tumbada y recibiendo la polla del tipo. El agricultor quería verla. La cara de ella se lo diría todo. Pero el escorzo de su hermoso cuerpo le ocultaba el rostro y el agricultor sólo podía verle la mata de cabello, moviéndose al ritmo de los empellones del tipo que se la estaba follando. Entonces, el tipo se tumbó sobre la puta y le dijo algo. El agricultor no pudo oírlo. La puta cambió de posición, sumisa, y el tipo la empujó contra el suelo, a cuatro patas. Luego se la metió por el culo. Ella le gritaba: ¡Cabrón, mi ropa! El agricultor pudo escucharlo bien claro. Podía ver, desde su posición, agazapado en una esquina del huerto, la ropa de ella esparcida por el descampado, entre escombros y restos de basura. La chica, de hecho, estaba casi totalmente desnuda; el culo en alto, recibiendo. Ahora sí se le veía la cara. Parecía asustada. El agricultor interpretaba la expresión de miedo de la puta, mientras ella gemía. Luego el tipo tuvo su orgasmo y se retiró. La chica recogió del suelo la ropa y se fueron. Desaparecieron, calle abajo. El agricultor siguió entonces con su trabajo. Por la noche, fumando a solas con su mujer, no contó nada. Ambos guardaban silencio, absortos bajo el humo de sus cigarros. El agricultor revivió, mientras fumaba, aquella escena que había presenciado por la mañana. La niña iría el viernes por la tarde, con el nieto, le dijo la mujer. Bien, dijo el agricultor, procuraré estar. Una luz cenital iluminaba sus cabezas, envolviéndolos en una clase de misterio. Asfixiándose mientras se aproximaban al final de sus vidas. Tristemente aislados del mundo. Eran como dos espectros viviendo de sus malos recuerdos y sin esperanza. Cuando acabaron sus cigarros, la mujer tiró la ceniza a la basura y los dos durmieron.

Oriana volvió a su puesto junto a la gasolinera un poco agitada y con el rostro desencajado. Cuando se metió en la gasolinera cogió un Red Bull y un paquete de rosquilletas integrales; pasó por caja a pagar y Alonso Sánchez le preguntó qué le sucedía. Nada, le dijo Oriana, pero no volvió a salir al exterior, se quedó allí, como esperando algo de Alonso Sánchez, un nuevo comentario, algo que la consolara. Alonso Sánchez no le dijo nada; entonces, Oriana le propuso algo: ¿Sales un rato, a fumar un cigarro? Vale, dijo Alonso Sánchez, pero nos quedamos cerca de la puerta, porque si viene un cliente voy a tener que volver rápido.

El día era lluvioso. Al frente, a menos de treinta metros, la autovía emitía un rugido sónico. Los alrededores de la gasolinera, las calles del polígono y las entradas y salidas a la autovía, constituían un paisaje absolutamente impersonal, poderosamente alienante. Nada en ese sitio apaciguaba la mirada. Uno se daba cuenta de ello cuando de pronto cesaba cualquier actividad y se veía obligado a mirar alrededor. Oriana y Alonso Sánchez se apoyaron en un ventanal, junto a la puerta de la estación de servicio, y dejaron que rugiera la autovía, absorbidos por el paisaje desapacible.

¿Qué te ha ocurrido?, le preguntó Alonso Sánchez a Oriana.

Un hijo de puta me la ha metido por el culo y después no quería pagarme el servicio extra. Me ha arrastrado por el suelo. Se lo he contado a Jean Carlo y no ha hecho nada. Jean Carlo me ha cogido los cuarenta euros y ha dicho que ya me estaba bien. Se supone que me tiene que proteger; lo tenía a mano y le ha faltado decirle adiós, buenos días, al hijoputa. Yo lo hubiese matado allí mismo. Me ha tratado como si fuese un animal.

Ya, dijo Alonso Sánchez. Entonces, no pronunció nada más. Ni siquiera se atrevía a mirarla. Le hubiese querido decir algo, para consolarla. Imaginó que la rodeaba con los brazos y la arrullaba; pero no lo hizo. Algo se lo impedía.

Cualquier día apareceré muerta en alguna cuneta y no le importará a nadie, dijo Oriana.

No digas eso, dijo Alonso Sánchez. Lo que tú tendrías que hacer es salirte de ahí, cuanto antes. Podrías encontrar curro de cualquier cosa; de camarera, limpiando, lo que sea.

Tú lo ves muy fácil. Me tienen cogida por los güevos; les debo mucha pasta, conocen a mi familia... Además, tú no sabes lo que sería capaz de hacer conmigo Jean Carlo. Cuando llegué aquí me hizo mucho daño; él y sus amigos. Le temo demasiado para largarme. Debería convencerse él, para dejarme ir. O que alguien le convenciese a él.

Alonso Sánchez se quedó callado. Oriana nunca le había contado tanto. El tal Jean Carlo algunas veces había entrado en la estación de servicio; acompañando a veces a las chicas. Era un tipo muy serio; con un punto tímido, huidizo. Conducía un lujoso BMW de color morado, con un gran alerón coronando la puerta trasera, la del maletero. Alonso Sánchez a veces veía a las putas como si fuesen un grupo de turistas alrededor de Jean Carlo, alegres y despreocupadas. No se había parado a pensar demasiado en ellas. Se exhibían en las calles del polígono, pavoneándose como si fuesen maniquís. Alonso Sánchez sabía que la vida de ellas tenía que ser complicada, incluso muy dura; pero no se sentía afectado, quizá porque las putas no le hacían ver el peligro que las circundaba. Las putas son como los mendigos. Su oscuridad es inconmensurable y la gente es consciente de ello; pero en el escaparate de las calles su expresión es superficial y todo el mundo pasa de largo sin sentirse afectado. Si uno se acerca demasiado la oscuridad parece aspirarlo. Se siente entonces el vértigo de la marginalidad y la reacción inmediata es alejarse y volver a cubrir al ser marginal con una pátina de superficialidad, amable y decorativa, inclusive. Alonso Sánchez sintió ese mismo vértigo tras el relato de Oriana. Pensó que no conocía nada de ese mundo salvajemente degradado. Se sintió, de pronto, cobarde, mezquino. Apagó el cigarro que se habían fumado a medias, pisoteándolo exageradamente; como poniendo un punto y aparte en la conversación. O como una forma de decirle algo a ella sin necesidad de hablarle.

No vale la pena que te agobie con mi vida. ¿Qué tal tú, artista?, le preguntó Oriana.

He colgado una de mis esculturas, en una plaza en las afueras de la ciudad, dijo Alonso Sánchez.

¿Colgado? ¿Dónde?, preguntó Oriana.

En la plaza de los cines Albatros, cerca de la salida norte de la ciudad, respondió Alonso Sánchez.

¿La has colgado en una pared?, dijo Oriana.

¿He dicho “colgado”? Me refería a que la he colocado en un lugar de la plaza. En realidad, como te dije, las esculturas que estoy haciendo ahora se clavan al suelo, como estacas.

¿Sólo has puesto una? Creí que habías hecho varias, dijo Oriana.

Sí, dijo Alonso Sánchez, pero tengo que pensarme bien dónde las pongo; he de calcular el efecto en el entorno, algo que me resulta muy difícil.

Ya, por eso has elegido un lugar en las afueras; para causar un impacto total.

Si vas a ser cínica, me largo. No sabes lo importante que son para mí esas cosas. Por las esculturas aguanto este curro de mierda; son todo lo que tengo.

En ese momento una furgoneta se detuvo junto al surtidor número dos de la gasolinera. Alonso Sánchez dijo: Me voy para dentro. Oriana se quedó, observando a los tipos que iban en el interior del vehículo. Alonso Sánchez ya no podía oírlo cuando ella dijo: Perdona el comentario.

sábado, 24 de mayo de 2014

Veinticuatro de mayo

Escribir veinticuatro de mayo

Una gorra en el suelo
Junto a un muñeco de Spiderman

Andar descalzo, los pies fríos

Ver una película de
Ciencia ficción

jueves, 22 de mayo de 2014

miércoles, 21 de mayo de 2014

Veintiuno de mayo

Un librito sobre un servilletero
En la piscina, D chapotea

Puedo verlo a través
De un ventanal amplio

martes, 20 de mayo de 2014

Veinte de mayo

Escribir veinte de mayo

Preparar un mejunje de frutas
Dárselo al bebé, a cucharaditas

Apagar la televisión

lunes, 19 de mayo de 2014

Diecinueve de mayo

Media hora de descanso
Café y bocadillo; todavía lucho
Con la idea de que tenga que gustarme
El trabajo

El silencio en el aula es agradable

domingo, 18 de mayo de 2014




En el país de Onetti y Levrero, tal vez el único mandatario digno del mundo:

Si no existe la honradez intelectual, todo lo demás es inútil.

sábado, 17 de mayo de 2014

Diecisiete de mayo

Escribir diecisiete de mayo

Pensar en el tiempo, así, en general
Recordando aquel título de Caballero Bonald

Escuchar música, dibujar algo

jueves, 15 de mayo de 2014

Quince de mayo

En la puerta del colegio
D ha entrado ya
Las madres ya se han ido
Yo me he parado a escuchar
El eco comprimido en las aulas
La energía de los niños
El rumor de sus vocecillas
Un grito aquí y allá

Como en un extraño ritual

miércoles, 14 de mayo de 2014

Catorce de mayo

En la piscina, un café
Leo algo mientras D se zambulle
Una y otra vez, durante una hora

Escucho el murmullo de la gente
A ver si se me ocurre algo que escribir

martes, 13 de mayo de 2014










Trece de mayo

V lanza objetos al aire
Luego los recoge
Y los mete en un cubo
De cartón

Cuando me ve manipulando el teléfono
Se lanza a quitármelo

Si se lo doy
El teléfono
Entra a formar parte
Del juego
Y acaba
En el fondo del cubo
De cartón

lunes, 12 de mayo de 2014

Doce de mayo

Escribir doce de mayo

Llueve

Busco la sonrisa cómplice de D
La provoco, la necesito

viernes, 9 de mayo de 2014

Nueve de mayo

Nos sentamos y vemos a D
Jugar a fútbol con otros niños

Griterío y sobreexcitación

V muerde, indiferente
Una botella de agua

miércoles, 7 de mayo de 2014




Alonso Sánchez se desnudó, dejando toda su ropa amontonada en el suelo del baño, y se metió en la ducha. Últimamente se duchaba varias veces al día, como queriendo desprenderse de algo. (Tenía la rara sensación de estar recubierto por una capa de mugre, imperceptible a la vista, de la que no se libraba por mucho que enjabonase y se frotase la piel.) Alonso Sánchez se había mudado a casa de su madre, una mujer viuda de más de setenta años, que vivía sola desde que su marido, el padre de Alonso Sánchez, muriera a causa de una embolia o algo parecido.

La mujer vivía en un barrio humilde, en el que ya solamente quedaban españoles viejos conviviendo con inmigrantes, negros africanos, en su mayoría, y sudamericanos. Los antiguos vecinos de la anciana madre de Alonso Sánchez se habían ido muriendo y, en su lugar, habían estado llegando familias extranjeras. “Extranjericos”, como decía la mujer.

En la planta baja del edificio, los integrantes de una secta africana celebraban extraños rituales. Solían reunirse los fines de semana. Se les oía cantar, en su extraña lengua. Esos días, por los alrededores, se les veía acudir a esas misas cuidadosamente atildados. A los negros les gusta vestirse con colores chillones, ¿no crees?, decía la madre de Alonso Sánchez. Sentada en un parque, en un banquito, en la misma esquina de siempre, la mujer observaba las numerosas familias de negros africanos con una mueca de extrañamiento total. La mujer apenas conservaba un par de amigas; viudas, como ella, y con las que solía reunirse en el parque después de hacer la compra del día.

La vuelta al hogar de sus progenitores se había producido con una cierta armonía, sin estridencias. La madre de Alonso Sánchez notaba triste a su hijo. Pero no le preguntaba nada; por pudor o respeto. Simplemente procuraba ponerse a su servicio, como había hecho siempre. No obstante, en el parque, con sus dos amigas, la anciana mujer hablaba de su hijo en otros términos: Alonso es un poco inútil. No conseguirá nada en la vida. Ya lo decía su padre.

Alonso Sánchez solía desayunar con su madre, a eso de las nueve. Luego, salía a buscar trabajo. No le importó en su momento haber perdido su antiguo empleo en la gasolinera. No obstante, ya habían pasado algunos meses y nada. Abandonó el alquiler de su vivienda-estudio en Algirós; no porque ya no pudiera pagarla (tenía algunos ahorros, aunque exiguos) sino porque preveía que esta situación de precariedad podía ir para largo. Mejor conservar esos ahorros. Se hablaba de una crisis económica a escala planetaria. Tal vez había sido un idiota descuidando aquel estúpido curro que, al fin y al cabo, le daba para mantenerse y, de vez en cuando, financiar sus esculturas.

El torrente alcohólico siempre significaba algo. Varios días de borrachera le dejaban, cómo no, exhausto. Pero, al acabar, molido por dentro y por fuera, de alguna manera se sentía renovado, limpio. La borrachera era una especie de catástrofe, en la que todo quedaba arrasado. Al mismo tiempo, de este modo, se le ofrecía la posibilidad de comenzar de nuevo, desde cero. Desde lo más bajo, inclusive. (A saber qué clase de situaciones degradantes le habían pasado. No era capaz de recordar nada o casi nada. Apenas algún fogonazo: rostros desconocidos, esquinas, golpes, sensaciones; como al despertar de un sueño. Mejor que sea así, pensaba.)

Ya había sobrevivido a la borrachera otras muchas veces. No le importaba o creía que no le importaba. No obstante, nunca había tenido que volver a la casa de sus padres. Al principio, lo vivió como si fuera divertido. Mira lo que me deparaba el destino, pensaba. La madre ya decrépita, después de lustros, casi un par de décadas, sin que hubiese habido convivencia entre ellos. Al fin y al cabo, el hogar materno es de donde uno parte y adonde uno nunca espera regresar. Si no es de visita.

Alonso Sánchez se duchó frotándose el cuerpo con una especie de violencia. Una sombra espesa parecía acompañarlo a todas partes, como si fuese una maldición. ¿Y si esta vez no era capaz de reponerse? ¿Y si esta pérdida de la independencia (volver con su madre) suponía el comienzo de una caída definitiva?

¿Una caída? ¿Nos vamos a poner tremendistas? Alonso Sánchez salió de la ducha, malhumorado, como ya estaba empezando a ser habitual en él, y se sentó a la mesa, en la cocina. Su madre se acababa de levantar; la mujer calentaba leche y le puso un mantelito delante a su hijo. Luego, la madre de Alonso Sánchez puso otro mantelito en el lugar que ella esperaba ocupar. ¿Quieres queso o chorizo?, preguntó la madre. Un poco de queso y ya está, respondió Alonso Sánchez. Por algún motivo que desconocía, había vuelto a tratar a su madre con el caprichoso desprecio con el que la trataba siendo adolescente. Ella, servicial, complaciente. Él, tosco, huraño, como si la pobre mujer le debiese algo o fuese la culpable de todo lo malo que le había ocurrido en la vida.

Solamente era un mecanismo inconsciente. Alonso Sánchez estaba seguro de querer a su madre. Quizá ella era la persona que más amaba en la vida.
Siete de mayo

Calcetines sucios debajo de una cama
Una percha ruidosa colgando de una puerta
Una caja con fresones sobre una mesa

Mover el brazo lesionado tratando de
Detectar el dolor

martes, 6 de mayo de 2014

lunes, 5 de mayo de 2014

Cinco de mayo

Escribir cinco de mayo

Un mejunje extraño a base de
Salchichas, cous cous
Patatas y lentejas

Agua
Televisión
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