lunes, 9 de junio de 2014




La madre de Alonso Sánchez trajinaba en la cocina. Alonso Sánchez entró y se sentó a la mesa. Se sentía cansado, decaído. Anímate, hijo, le dijo ella. Entonces, ella cogió un tarro de altramuces, lo abrió y derramó unos cuantos en un bol de madera. Puso el bol sobre la mesa, al alcance de Alonso Sánchez, que no tardó en alargar el brazo. Alonso Sánchez se metió un altramuz en la boca. La madre de Alonso Sánchez preparó una taza de café y se sentó junto a su hijo.

La madre: ¿Cómo ha ido?

Alonso Sánchez: Estoy hasta los huevos de buscar trabajo. No hay nada, mamá. Te lo juro, nada.

La madre: Lo sé. No te preocupes. Aquí no te falta de nada, ¿verdad? Puedes estar tranquilo. Busca, pero sin agobiarte.

Alonso Sánchez: Parece que vaya a acabarse el mundo. En serio. La gente está ya muy desesperada.

La madre: ¿Ves? No puedes culparte. El problema no es sólo tuyo. Es general. Todos andan igual.

Alonso Sánchez: Fui tonto. Nunca había tenido problemas para encontrar algo, cualquier cosa. Antes, cambiaba de trabajo con facilidad. Vale que eran trabajos de mierda, muy mal pagados, pero siempre había algo… Sin embargo, ahora, ¿cuánto tiempo llevo buscando?

La madre: Ay, hijo, no hables así, que se me encoge el pecho. Si yo pudiera... haría lo que fuera necesario. Pero tu madre ya está muy mayor y no puede hacer nada. En otro tiempo, tal vez...



La madre de Alonso Sánchez se levantó y dejó la taza y la cucharilla en el fregadero. Se colocó un delantal y comenzó a meter las cosas en el lavavajillas, sin decir nada. Parecía compungida. Se encontraba mal, físicamente. Pero, sobre todo, le entristecía detectar en su hijo un hundimiento progresivo, inapelable. Alonso Sánchez parecía estar siendo devorado por dentro. En ocasiones, sus antiguas obsesiones resurgían. De pronto, a veces, se ponía a dibujar en un cuaderno que guardaba en lo alto de un armario. Dibujaba extraños retratos imaginarios. La madre de Alonso Sánchez lo veía dibujar y se alegraba al recordar al niño que creció entusiasmándose por la escultura y el dibujo. Alonso Sánchez, en efecto, fue un niño extraño, muy introvertido; pero muy valiente, según su madre. Un ser estético, como el propio Alonso Sánchez diría de sí mismo, años más tarde. Alguien obsesionado por la apariencia de las cosas, desde muy niño. Con su cabello largo y su ropa deshilachada. Aquel estilo pulcramente descuidado que su madre calificaba como “jipi”. (Alonso Sánchez la corregía siempre diciendo que él no era un jipi, sino que era un “grunge”.) La madre de Alonso Sánchez nunca entendió la desazón de su hijo. Sin embargo, a menudo esta desazón le había parecido impostada, como si fuese un código de conducta, sin causas profundas o reales. Esta vez no era así.

Alonso Sánchez: ¡Qué putada! ¿Eh, madre? Has tenido un hijo que es un desgraciado. Le das de comer, le pagas una educación, le das tu cariño, pensando que lo estás haciendo fenomenal, que va a ser un tipo feliz, y te sale rana. No hay manera. Ni cuando me iban bien las cosas me iban bien, en realidad. Debo tener algo podrido aquí dentro (Alonso Sánchez se señala el pecho). Parece que todo tenga que ser engorroso, difícil. Todo tiene que costarme. Ya me he hecho mayor y nada mejora.

La madre: Debimos hacer algo mal contigo, tu padre y yo. No sé qué. Procuramos que tuvieras de todo. Tal vez fue ése el error, dártelo todo en bandeja. Permitirte las cosas: todo lo que quisieras hacer. No marcarte límites. No prohibirte nada.

Alonso Sánchez: Y aquí me tienes, de nuevo en tu casa, incapaz de despegarme de ti. Me he dado una vuelta por el mundo y he regresado. Me han dado cuatro hostias, no me permiten mantenerme, tener una vida propia y no se me ocurre otra cosa que volver contigo, al lugar de partida. Ningún hombre debería volver a casa de su madre, si no es de visita. Es insignificante. Me siento un fracasado, mamá. Creo que debería irme; aunque sea a dormir en la calle. Tal vez de ese modo me sentiría digno, dueño de mí mismo. Volver aquí, contigo, me ha hecho retroceder en el tiempo, como si siguiese siendo un niño, como si nunca hubiese dejado de serlo.

La madre: Puede que tengas razón. Puede que vivir aquí te impida prosperar. Pero no tienes otra opción. Se trata de sobrevivir.



Madre e hijo callaron, de súbito. Corroboraron con una cierta solemnidad la contundencia de aquella última sentencia. Se trata de sobrevivir. Ya no hay espacio para veleidades. Es preciso dejarse curtir por la supervivencia. Endurecerse.



En el fondo, la madre de Alonso Sánchez le estaba exigiendo a su hijo que abandonase sus viejos prejuicios. Sus aspiraciones adolescentes, de enfant terrible dedicado a las artes, la escultura o lo que fuera. Probablemente había algo más profundo que eso. No obstante, la madre de Alonso Sánchez no era capaz de expresarlo mejor. Hubo gestos, miradas, silencios, orquestando sus reproches de madre. En la cadencia de esos gestos se mezclaba el dolor y el amor. La amargura por el abatimiento de Alonso Sánchez y el deseo de arroparlo.



Sin embargo, y conforme la convivencia con ella se había hecho inevitable, Alonso Sánchez comenzaba a sentir una extraña repulsión por su madre. Le insultaba esa mirada compasiva de la anciana mujer. Sus gestos lánguidos le resultaban extrañamente teatrales. Por otra parte, Alonso Sánchez se veía a sí mismo en su madre. Lo que era él, en esencia. Lo que no dejaría de ser nunca. Aquella mujer decrépita era su viva imagen. El futuro desgajado de todas sus expectativas. Sin vida. Porque vivir, en definitiva, es perseguir una quimera que nos distancie del origen. Alonso Sánchez se sentía perseguido por ese rostro de su madre que, en fin de cuentas, era una versión envejecida del suyo propio.

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