jueves, 12 de junio de 2014




Un altar para la madre, de Ferdinando Camon, narra la construcción de un altar conmemorativo para una mujer muerta. Se advierte de que se trata de una ficción; pero esta advertencia huele un poco a mentirijilla. El relato resulta demasiado vívido. Tiene la nitidez de lo que se conoce de primera mano, más allá de los típicos enmascaramientos literarios.

El escritor dice haber reelaborado el texto numerosas veces, y esto se nota. Se trata de un librito denso, obsesivo, muy empastado en el lenguaje. El propio narrador confiesa que la redacción del texto es una quimera que corre en paralelo a la de su padre (que es quien construye el altar). De modo que el libro mismo se erige como un altar, como un pequeño gran monumento, como un homenaje.

Una quimera antisentimental que rememora a una mujer de pueblo. Construye un paisaje precario, tosco, de perfiles geométricos, duros.

En el final, se dice que ese altar quimérico, construido mediante la obsesión de un hombre, por la fuerza del amor hacia la compañera perdida, una vez concluido el duelo, se rehabilita como altar para las misas, para el uso colectivo. Nuevamente, existe aquí un paralelismo muy lúcido con el libro, con el hecho literario mismo. El libro, como el altar, procede de una liturgia absolutamente personal, viene de la obsesión del que se empeña en narrarlo. Más tarde, cobra un sentido distinto, una nueva utilidad, otra liturgia.

En los altares de las iglesias, dice Camon, se depositan las reliquias de los santos. De manera que en el altar de la madre, al ser rehabilitado como altar para las misas, junto a los restos de la madre muerta se colocan los de un santo. Desconozco si esto es una práctica real, comúnmente extendida en las iglesias italianas (por aquí yo diría que no es así; no tenemos tantos santos como iglesias). De cualquier manera, el simbolismo resulta muy potente. La muerte divina.

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