martes, 15 de julio de 2014




Tienes que hacerme un favor, dijo la voz de Pablo a través del teléfono móvil. Debía ser ya tarde, las once u once y media de la noche, un jueves cualquiera. Alonso Sánchez trataba de leer un libro que le había recomendado Oriana, Dejemos hablar al viento. No se enganchaba a la lectura. Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Pablo le pedía un favor; era urgente, tenía poco tiempo para explicárselo (había muchas interferencias y mucho ruido de fondo, debía estar en un bar o algo parecido). Pablo Devendra decía que trataba de salir en serio con una tía desde hace semanas; si no le había contado nada anteriormente era porque no quería cagarla. La chica le mola de verdad; pero ha ocurrido algo. Ayer se enrolló con la hija de un cliente, no sabe cómo ocurrió. La hija del cliente fue a su estudio a entregarle unas fotos, Pablo Devendra la invitó a tomar un café y una cosa llevó a la otra. Se me echó encima, literalmente, dijo Pablo, follamos en el estudio, en el suelo, luego me pidió que la llevase a casa y volvimos a follar en el coche, en el asiento de detrás, como adolescentes. Fue excitante, dijo Pablo. Pero eso no era lo que le quería decir. Pablo Devendra olvidó el condón usado en la alfombrilla de detrás del coche y hoy, casualmente, la chica con la que pretende ir en serio lo ha encontrado. Habían salido a cenar. La chica con la que pretende ir en serio se acercó al coche para subir y, de pronto, vio el condón. Se puso como una fiera. Huyó gritando, espantada. A Pablo Devendra le costó seguirla por las calles, implorando que le dejase darle una explicación. Finalmente, la chica con la que Pablo pretende ir en serio se calmó. Accedió a escucharle. Anteriormente ya le había hablado de ti, le dijo Pablo a Alonso Sánchez. También le hablé una vez de José, pero José está casado, no puedo pedirle a él ese favor. (Entonces, Alonso Sánchez escuchó un ruido, una interferencia, algo muy brusco, como un golpe, como si Pablo Devendra hubiese desplazado violentamente el móvil.) Largo silencio. Luego, Pablo volvió a hablar: Te llamo después, cuando pueda volver a despistarla.

Alonso Sánchez estuvo un rato esperando la segunda llamada de Pablo. Retomó el libro Dejemos hablar al viento. Pensó en la curiosa mentalidad de Onetti, perdida en oscuros laberintos. Luego pensó en su amigo Pablo Devendra. No recordaba ya su verdadero apellido. ¿Cómo era? Garcés o Garzón, algo así. Pensó que Pablo Devendra, Garcés o Garzón, en realidad era un frívolo intentando aparentar ser un artista. Garcés, o Garzón, por Devendra. Así de fácil. Te cambias el nombre, te vistes de determinada manera, adoptas nuevos aires, una nueva forma de hablar... Alonso Sánchez se dejó llevar por esta clase de pensamientos. No obstante, llegado a un punto los reprimió. Sintió que estaba justificando su fracaso y eso le pareció del todo ilícito. ¿Es acaso él mejor artista que Pablo Devendra? ¿Se siente superior, más auténtico o profundo? ¿No es el arte, en definitiva, una impostura? Lo que Pablo Devendra hacía era adoptar una imagen que le permitiera vivir en la sociedad que deseaba; esto es, el mundillo de las galerías y los coleccionistas. El arte es en resumen un modo de socializar, un juego de máscaras. Las obras artísticas hace ya tiempo que son lo de menos. Lo que importa es el discurso, pensó Alonso Sánchez, el guion que esté uno dispuesto a declamar, repetido como en un spot publicitario. ¿Qué pretende entonces él, Alonso Sánchez, ocultándose al mundo?

El día siguiente Pablo Devendra se presentó en casa de Alonso Sánchez. Sin haberle avisado, siquiera, mediante un mensaje de texto en el teléfono móvil. Pablo Devendrá iba acompañado de la chica con la que pretendía ir en serio. Alonso Sánchez salió de la ducha, dispuesto a vestirse con el uniforme de trabajo, un harapiento jersey y unos pantalones vaqueros manchados de pintura, y se los encontró en el estudio-salón. Hacía ya tiempo que Pablo tenía una llave de su casa; Alonso Sánchez se la había dado para evitar tener que llamar a un cerrajero cada vez que olvidaba la suya en el interior. Al fin y al cabo Pablo era su mejor amigo. Desde que Alonso Sánchez le hizo una copia de la llave, Pablo Devendra se presentaba de vez en cuando en su casa, sin avisar; incluso en ocasiones se lo había encontrado dentro estando él ausente. Nunca le había importado. No obstante, era la primera vez que Pablo entraba con su propia llave acompañado de alguien, una mujer, la chica con la que pretendía ir en serio. A Alonso Sánchez eso le molestó; pero pensó que ya era tarde para impedírselo, así que les saludó con indiferencia: Buenas, dijo Alonso Sánchez. Te presento a Florian, dijo Pablo Devendra, es francesa. Ya está, pensó Alonso Sánchez, ésa es la fascinación extra que la nueva chica ejerce sobre Pablo. Florian era muy guapa, como muchas otras, y francesa. A Pablo Devendra le bastaba con eso para querer “ir en serio”. ¿Cuántas veces había querido “ir en serio” con alguien que, por ejemplo, le hubiese confesado que le gustaban los cuadros de Julian Schnabel o que pensaba que Pavement es el mejor grupo de rock de la historia? En el fondo, Pablo Devendra era un coleccionista. Cuando se acababa de acostar con una oriental, buscaba una rubia de tez albina. Aderezaba ese instinto diletante con una extraña teoría, según la cual no aceptaba novias, ni amigos, que no fuesen más de un setenta y cinco por ciento como él se consideraba a sí mismo. Calibraba, por encima de todas las cosas, los gustos personales; pues según su teoría los gustos moldean definitivamente a las personas. Así, en un primer cerco incluía artistas, escritoras, diseñadoras y cosas así. Para afinar un poco más, se relacionaba casi exclusivamente con las fans de grupos de rock indi y de la literatura pop, de los escritores beats o Breat Easton Ellis, pasando por Nick Hornby. Pablo se dejaba deslumbrar fácilmente por cosas así; determinados gustos “actuales” constituían su especial dogma de fe y él, Pablo Devendra, sólo se relacionaba con creyentes. A Alonso Sánchez toda esa fanfarria siempre le había parecido tremendamente absurda. En el fondo, no podía comprender qué le interesaba a Pablo de él; los dos eran caracteres radicalmente distintos y, a nivel cultural, sus intereses eran también divergentes. A Alonso Sánchez nunca le habían interesado especialmente aquellas movidas contraculturales que Pablo Devendra consideraba tan importantes. Pablo Devendra solía enjuiciarlo todo de acuerdo con ese aspecto transgresor que Alonso Sánchez consideraba profundamente superficial. Empezando por la moda, el traje, la ropa, el peinado, la actitud. Solía decir que una buena idea artística o estética iba asociada siempre a una buena moda. En el fondo a Pablo Devendra lo único que le interesaba era la moda, o al menos eso era lo que opinaba Alonso Sánchez de su colega. Para Pablo Devendra el arte era un apósito o un complemento, una especie de signo vinculado a las tendencias. Las mujeres, para Pablo Devendra, vestían bien o mal, leían libros de Samuel Beckett o veían películas de Jean Luc Godard. Solía presentarlas así: Lola, fan de Galaxie 500, conoce de puta madre el cine de Hal Hartley, Marta, ha estudiado a fondo la obra de Allen Ginsberg y tiene todos los discos de Superchunck, o Chelo, le mola Bolaño y el folk inglés de los setenta. Alonso Sánchez todavía recuerda cómo le habló de su última novia: Es culta, pero puta, le dijo. Corregía el defecto de la inmediatamente anterior, que solamente era culta. Florian era francesa y, que supiese Alonso Sánchez, Pablo Devendra aún no había estado con ninguna. Alonso Sánchez imaginaba que Florian, siendo francesa, debía representar para Pablo cierto ideal de modernidad; esto es, una cierta ortodoxia moderna, tal y como propugnaba su común amigo José Morand. Era de prever que, además de francesa, Florian sería culta y puta. O tal vez no. Pero, ¿qué hacían allí, los dos, en su casa, a esas horas de la mañana?

Éstas son las locadas que hace Alonso, dijo Pablo Devendra, cogiendo una de las esculturas de su amigo y mostrándosela a Florián. Por cierto, dijo, ¿qué ha sido de aquella que pusiste en la plaza de los cines Albatros?

Alguien la desmontó y la destrozó, respondió Alonso Sánchez. La encontré días después en los jardines del viejo cauce del río.

Me dijo no sé quién que te la encontraste manchada de sangre, ¿no? ¿Has averiguado de quién era la sangre?, preguntó Pablo. Alonso Sánchez sabía que no eran sus esculturas lo que les había llevado hasta su casa. Inclusive, creía recordar que había sido él mismo quien le había contado a Pablo lo de la sangre. Florián estaba expectante. Pablo Devendra estaba haciendo tiempo hasta el momento de introducir lo que de verdad les había llevado hasta allí.

No sé nada, dijo Alonso Sánchez, con total indolencia.

Hubo un breve silencio. Luego Pablo dijo: Florián es cantante, se dedica a ello.

Ah, guay, dijo Alonso Sánchez. ¿Qué tipo de canción?

Canción francesa, dijo Pablo Devendra.

Claro, qué idiota. En francés, ¿no?, dijo Alonso Sánchez.

Florián rio, nerviosa. Luego se dirigió a Pablo y, en voz baja, aunque perfectamente audible para Alonso Sánchez, dijo: Pregúntale lo del coche.

Ahora se lo pregunto, mujer, dijo Pablo Devendra, para que todos pudiesen escucharlo. Y prosiguió diciendo: Florián está preocupada porque nos hemos encontrado un preservativo usado en mi coche y no se acaba de creer que sea tuyo. Yo le he dicho que hace un par de días te dejé el coche para ir a no sé qué pueblo y que tal vez pegaste un polvo en alguna cuneta. Si el condón no es mío, que no lo es, no puede ser más que tuyo, macho. Nadie más ha cogido mi coche, que yo sepa.

Debe ser mío, disculpa. Debí limpiarlo, dijo Alonso Sánchez. Florián le miraba fijamente a los ojos, intentando averiguar la veracidad de lo que acababa de escuchar. Entonces, ella dijo:

¿Tú no tienes tu propio coche, Alonso?

Sí, tengo un viejo Ford Escort que me deja tirado cada dos por tres. Pero, ¿qué es esto? ¿Un interrogatorio? Ya me he disculpado, Florián, he sido yo, no os preocupéis que no volverá a pasar. (Alonso Sánchez se había violentado demasiado histriónicamente, intentando enmascarar una mentira que para Florián ya era evidente.) (Pablo observaba la escena tratando de ser analítico; no obstante había algo que se le escapaba. La reacción de su amigo era excelente, de eso no cabía duda. Alonso Sánchez era un gran amigo.)



Horas después, a la vuelta del trabajo, mientras anochecía, Alonso Sánchez entraba en la autovía tomando un carril de aceleración cuando le sonó el móvil. Descolgó, esquivando a la vez un enorme tráiler de doce metros. Era Pablo Devendra.

Me has salvado, macho, le dijo.

¿Tú crees?, dijo Alonso Sánchez. ¿Se lo ha creído?

Joder, macho, no me acojones. Yo creo que sí, dijo Pablo Devendra. Al menos a mí no me ha dicho nada. Te debo un favor, Pollotriste. Pídeme lo que quieras.

Ya lo pensaré, dijo Alonso Sánchez. Ahora te tengo que dejar, estoy conduciendo.

El salpicadero anunciaba escasez de combustible. Una lucecita se encendió al entrar en reserva. Trabajas en una puta gasolinera, pensó Alonso Sánchez, no deberían sucederte estas cosas.

1 comentario:

  1. Confío en que continue, vaya grupito (entre todos, incluyendo a la francesa, hacen un J.M.)

    :-)

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