jueves, 20 de noviembre de 2014




Los gases de mi cuerpo producen enormes burbujas de colores. Dependiendo de dónde procedan; las burbujas que salen de mi cabeza son amarillas, las de mi abdomen azules, las de la espalda plateadas y las que salen de las extremidades de un tono marronoso, rojizo, como de arcilla. En un primer momento me da la sensación de estar desintegrándome. Me escuece la piel y creo estar corroyéndome a causa de alguna clase de ácido, procedente tal vez de los jugos intestinales de la ballena. Es el fin, pienso. Pero es un fin muy bonito, colorido, festivo.

A cada burbuja la piel parece debilitarse. Y, a la vez, se hace un poco más sensible. Entonces, de súbito, recuerdo que he llegado aquí con mi mujer. Ella está junto a mí. Me mira con su mirada blanca, confiada. Sin necesidad de pronunciar nada, mi mujer me habla. La puedo escuchar, lo sé. Dice cosas incomprensibles. Me está hablando en una lengua para mí desconocida. Por sus gestos, creo descifrar que se trata de algo importante, decisivo, vital. Pero no alcanzo a comprender los detalles.

Sentados a la mesa, comemos algas fritas y frutos marinos. Que previamente hemos recolectado de aquí y allá, en el interior del monstruoso animal. Cada vez que una de las burbujas de colores se desprende de mi cuerpo, pierdo el sentido de la realidad. Se desdibuja la imagen que tengo de mi mujer. Desaparece, la olvido. Y la recupero un tiempo después.

Cómo se llaman nuestros hijos, le digo. Insisto, cómo se llaman nuestros hijos. Sé que son dos, le digo a mi mujer, pero no soy capaz de recordar sus nombres, tampoco sus rostros. Entonces mi mujer parece contestarme. No la entiendo, sin embargo. Cómo se llaman nuestros hijos, qué rostro tienen, quiénes son.

Una puerta se abre y se cierra. No paran de entrar y salir amigos nuestros, cadáveres todos ellos. Con sus cuerpos desmembrados, a veces sin rostro, a medio digerir.

Oigo carcajadas. Quién se ríe. Me doy la vuelta y me doy cuenta de que uno de mis amigos cadáveres se lo está pasando en grande mordiendo y explotando las burbujas que salen de mi cuerpo. Una especie de gas ácido le estalla en la cara a mi amigo y le produce una clase de cosquilleo, según creo, a juzgar por la expresión placentera de su rostro.

De pronto me fijo en unos insectos diminutos que flotan en el interior de las burbujas de colores que se desprenden de mi cuerpo. Me hablan esos insectos, aunque en voz muy baja. He de aguzar el oído para poder escucharles.

Se presentan, uno por uno, muy cortésmente. Hay un insecto que se llama José Miralles Larrosa, otro se llama Lorenzo Posteguillo Alonso, otro se llama María Perreta Martínez, otro dice llamarse Javier Medina Barroso, otro Macarena Solaz Buendía. Podría seguir: Vicente Arroyo Cubete, Juan José Mañas López, Itzíar Miranda Márquez o Julio Atienza Beltrán. Cada uno tiene su historia. Lorenzo Posteguillo, por ejemplo, me habla de lo poco que se fía de los mecánicos. Siempre te arreglan mal el coche, para que al poco tiempo se vuelva a estropear y tengas que volver a arreglarlo. Itzíar Miranda, en cambio, se muestra preocupada por el aumento del precio de la luz. A Vicente Arroyo le gusta el cine mudo. Y José Miralles es un apasionado de la moda.

Yo les atiendo a todos. Les escucho, procuro entenderles. Memorizo sus nombres. Curiosamente, no me cuesta recordarlos. Pero tan pronto me ocupo de sus preocupaciones, mi mujer desaparece. Rodeado de insectos diminutos, mi mujer se ausenta, me abandona. Ya no está. Primero la busco. Pero al rato, ya no siento necesidad de buscarla. María Perreta me está hablando de los beneficios de una alimentación saludable, de lo maja que es la gente del sindicato y las tardes que pasa en el gimnasio, junto a su amiga Sofía Pavía Tomás. Y con lo que soy capaz de escuchar de vez en cuando, me basta. No pido más.

1 comentario:

  1. Conformarse dentro de una ballena, habituarse a lo excepcional, lo onírico es lo prosaico. Está muy bien, J.M.

    ResponderEliminar

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.