viernes, 14 de noviembre de 2014




Uno puede sentirse confortado por el estómago de la ballena. Como si se tratase de un útero materno. Esto es, uno ha sido engullido de un modo, casi siempre, sorpresivo. En cualquier lugar. Como no hace mucho, en el salón de mi propia casa, viendo un programa televisivo. El rostro del monstruoso animal se asoma, de repente, por el balcón. Es de noche, de modo que solamente puedo ver su mirada oscura, escrutando el interior de la casa. ¿Flotan en el aire las ballenas? ¿De pronto el aire ya no es aire, sino agua? Mi primera reacción es apagar todas las luces y el televisor, para que el animal no pueda verme. La ballena no puede entrar por el balcón. Es demasiado voluminosa. Yo no temo que intente entrar, curiosamente. No temo una reacción violenta por parte de la ballena. Ella busca algo o a alguien. Tal vez a mí. Me escondo en un primer momento, como ya he dicho. Luego dejo de temer que me vea. Ya me ha visto, sabe ya que estoy aquí.

Salgo al balcón y me fumo un cigarro. Durante unos minutos estoy fumando junto a la ballena. El monstruo flota en el aire. Pero no es aire, es agua. El humo de mi cigarro se dispersa en el agua. Y yo respiro como siempre. No me sienta mal respirar agua.

Miro distraído las volutas de humo en el agua. Me producen una cierta tranquilidad. La ballena me mira a mí y parece sonreírme. No decimos nada en ningún momento. De hecho, yo nunca he hablado con la ballena. Las ballenas no hablan, ¿no? Pero tampoco flotan en el aire. Tampoco persiguen a la gente por las calles. Y tampoco se asoman por el balcón de una casa, buscando algo en el interior. No te temo, pienso, mientras fumo y miro a los ojos al animal.

Su mirada es opaca. No soy capaz de imaginar sus pensamientos. ¿Soy alimento para la ballena? ¿Pretende acabar conmigo? ¿O, por el contrario, su intención es darme cobijo, protegerme?

No suelto el cigarro cuando la ballena abre sus grandes fauces y yo entro en su interior, con una especie de resignación. Dentro encuentro lo mismo de siempre. La misma viscosidad de siempre. La misma grasa engorrosa. Pero, esta vez, sin embargo, yo entro tranquilo y, ya digo, fumando. Y en uno de los pliegues intestinales de la ballena encuentro treinta y cinco cajetillas de tabaco. No es mi marca favorita. Pero pienso que, ya que he encontrado los cigarros, me los voy a fumar, uno detrás del otro. Ya tengo algo que hacer allí, en el interior de la ballena.

Antes de olvidarme de mí mismo, de mi nombre, de mi rostro, de todo lo que soy o creo ser, recapacito sobre la posición del animal. ¿Se mueve mientras yo permanezco en su interior? ¿Ha abandonado el balcón de mi casa y nos dirigimos a alguna parte? No tiene sentido que yo me haga todas estas reflexiones. Pronto me olvidaré de todo y saldré de nuevo al exterior un poco más cansado y, desde luego, más deforme. Sin saber qué me ha pasado, por qué no soy la misma persona de antes. Por qué no puedo serlo, sin embargo, a pesar de mis esfuerzos.

Mi trabajo será, entonces, volverme a habituar a mi nuevo rostro. A mis nuevas deformidades. A esa piel que parece disolverse, formar nuevos pliegues, resquebrajarse, dejando a la intemperie algunas partes de mi cuerpo, en carne viva.

Pero lo que me toca, ahora, es sumirme en el sueño. En ese sentido, aún me queda un momento de autoconsciencia antes de perder, de nuevo, la memoria.

1 comentario:

  1. Yo he tenido una flotando a menos de diez metros de la borda del barco, lo que más me impresionó fue el enorme ojo que me miraba, hasta que se sumergió. Soy consciente de tu metáfora, creo, de que haces literatura, para bien y para mal, pero ni Jonás ni tú acabais de comprender que el interior de una ballena, viscoso y rebaladizo, es lo menos parecido a ese soñado pub donde permiten fumar.

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