lunes, 27 de julio de 2015

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Un día y medio después. Pablo Iglesias llama por teléfono, con el número oculto, a Alberto Garzón. Cuando Garzón descuelga, Pablo Iglesias repite, con voz susurrante, como de ultratumba: Eres un perdedor, siempre serás un perdedor; a ti no te quiere nadie. Y cuelga.

Pablo Iglesias se divierte mucho con estas cosas. Todavía no lo ha hablado con su psicólogo. Pero no cree que su psicólogo le diga nada; ya que siempre le está hablando de no reprimir las cosas y darle salida al subconsciente. Al fin y al cabo, Pablo Iglesias está un poco harto de que la gente piense que está en política para hacer el bien; esto es, por pura bondad. No pretende ser un hombre bueno, así como así. La bondad es ingénua. Pablo Iglesias es un teórico, un intelectual, devenido en hombre de acción.

Hay una verdad oficial (Alberto Garzón y Pablo Iglesias se llevan bien), y una verdad oculta (en realidad, Pablo Iglesias odia a Alberto Garzón). A Pablo Iglesias le gusta esta dicotomía; le suena al Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Jekyll le da la mano a Garzón, Hyde le insulta en las redes sociales y dejándole mensajitos de móvil.

Pablo Iglesias se queda pensativo un momento en la intimidad de su despacho. Todo gran estadista necesita esta clase de momentos reflexivos. Si alguien le hiciera ahora una foto, la imágen probablemente pasaría a la historia. Las cosas van demasiado rápido, el mundo es vertiginoso. Pablo Iglesias está en política para que lo suyo se extienda como una mancha de aceite. Le gusta la sensación de que esto mismo sucede, a cada instante, y no cesa: lo suyo se extiende. Lo suyo se refiere a su radio de influencia, su capacidad de decidir el destino de la gente. Pablo Iglesias piensa, por un instante, que a esto se debe referir la gente cuando habla de tener éxito.

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