miércoles, 20 de abril de 2016



En sus Memorias, el pintor Balthus no para de hablar (son memorias habladas, dictadas, y, sin embargo, nunca firmadas por quien las escribe, Alain Vircondelet, que figura en el libro como un mero transcriptor de sus conversaciones con el pintor). No para de hablar, digo, de religiosidad. Al final de su vida, Balthus se creía un místico. La pintura, para el famoso pintor, formaba parte de un ritual asociado a su extraordinario misticismo. Misticismo feudal, como decía él (entiendo que su apelación al feudalismo se refiere más a las formas medievales que a la nostalgia por el antiguo sistema aristocrático feudal). Toda esta parafernalia desemboca, como sucede con otros muchos pintores, en una especie de glorificación de la luz (la solar, no la artificial); que adquiere, en este sentido, unas dimensiones prodigiosas.

La luz es el centro de sus búsquedas. La luz es trasparencia, claridad. La luz remite a Dios. Aludiendo a esta claridad de los clásicos (que al parecer han perdido los modernos), el pintor nunca acaba de explicar (con verdadera claridad) el verdadero centro de sus obsesiones: las niñas, las nínfulas (como diría Umbral), las muchachitas prepúberes que se muestran desnudas o semidesnudas a la luz divina y solar.

A mí Balthus me gusta por sí mismo, sin sus cuadros relamidos. Me gusta ese mito de drácula refinadísimo, paciente, distante. Me gusta de una manera similar a, por ejemplo, Alberto Giacometti.

Balthus explica muy bien que la pintura, tal y como él la concibe, ha muerto. La modernidad está en otras cosas. No le interesan los vértigos del mundo moderno (exceptuando, tal vez, cuando se deja visitar por personajes de la cultura popular y de masas, como David Bowie, Bono o Richard Gere); Balthus pretende vivir en la lentitud, la contemplación y la inmanencia.


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