miércoles, 26 de octubre de 2016




Aquí un fan de Nick Cave, de toda la vida. Decenas de discos. The Birthday Party, Bad Seeds, Grinderman, las bandas sonoras. Grupos y artistas afines; Einstürzende Neubauten, Barry Adamson, P. J. Harvey, Mick Harvey, Kylie Minogue. Influencias; John Lee Hooker, Johnny Cash, Nina Simone, Scott Walker. Cualquier cosa.

Creía que ya nada tendría que añadir. El señor Nick Cave lo había dado ya todo; todas sus máscaras. Todo teatralizado al máximo, tensándolo en hipérboles brutales a veces. Otras veces, dibujando paisajes inhóspitos, desoladores. ¿Cuál iba a ser el siguiente movimiento? ¿Con qué nuevo disfraz podría mutar el señor Cave, para continuar exhibiéndose?

El señor Cave es un farsante. Tiene que serlo. Ha creado un personaje y se dedica a conducirlo. Es como un ventrílocuo de sí mismo. Casi siempre resulta fácilmente desmontable. El dibujo es demasiado grotesco, o demasiado histriónico. El señor Cave pasó del goticismo post-punk cercano a la aureola del grupo Bauhaus a una versión adulta y pop del poeta maldito decimonónico, baudeleriano o lo que sea. Nick Cave es el artista. Nick Cave es la cultura en la tradición occidental. Con sus vicios y desusos: decadente, elitista y almidonada.

En las prácticas populares las cosas de la cultura llevan un retraso de cien años, más o menos. Así el dandi burgués sobrevive en la figura del señor Cave cuando ya no hay escritores de poesía o artistas plásticos que se atrevan a encarnarlo. Por ese motivo no es difícil desentrañar su lado ridículo. Aunque no creo que le importe. El señor Cave también ha explotado su propio patetismo. Su patetismo es la materia prima de sus canciones.

Ahora que está de moda otorgarles estatus de alta cultura a los artistas populares podrían darle algún premio literario importante a Nick Cave. El Man Booker, por ejemplo. Sus novelas son quizá demasiado miméticas con las de Cormac McCarthy; pero se leen mejor que la imposible Tarántula del flamante Premio Nobel Bob Dylan.

Cuando ya parecía haber explorado todos sus perfiles, al señor Cave le ocurre una desgracia real. Y le pilla trabajando en un disco. Y ese disco se impregna de esa desgracia real y, al parecer, adquiere un grado extra de gravedad. Se adivina el dolor real entre las estrías del desgastado personaje.

Al señor Cave le ocurre lo que le ocurriera al escritor Francisco Umbral en Mortal y rosa. La desgracia les ha cogido trabajando y ensombrece sus máscaras. ¿Cómo no me había fijado anteriormente en el gran parecido que hay entre ellos: Francisco Umbral y Nick Cave? Ambos deudores del simbolismo francés, dandis hieráticos y sombríos, de aspecto grotesco. Y ahora unidos por la misma desgracia.

La desgracia contradice a sus personajes. Sus máscaras eran sus fortalezas. La desgracia las desarticula. Ya no pueden mostrarse así nunca más. A partir de ahora se retuerce el gesto: deja de ser una fría impostura. Hay algo más. Un vacío real: una profundidad.

Una oscuridad también; pero diferente a la anterior. La oscuridad de antes era solamente un maquillaje. Ahora ya no se puede disimular. La llamada del barquero le ha llevado al señor Cave a la Isla de los Muertos.

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