martes, 28 de febrero de 2017




Uno de los objetos procedentes del mundo del arte que más me ha gustado (y me sigue gustando) es el Atlas de Gerhard Richter. Un compedio interminable de fotografías de todo tipo; recortes de prensa fundamentalmente. El esfuerzo de Richter por clasificar todas esas imágenes, descontextualizadas muchas de ellas, desordenadas en su mayor parte, es incontable. Muchas de las imágenes del Atlas de Richter se convierten en cuadros al óleo. Como si el hecho de pintarlas supusiese una fase más, una fase posterior, del mismo acto de recopilarlas y clasificarlas. Se nota que Richter pretende atrapar algo inatrapable: una imagen global, una imagen que circula y cambia. Con el añadido de internet, esta cosa infinita que pertenece a los medios se multiplica todavía más. Supongo que internet resta sentido al Atlas de Gerhard Richter. Subraya su ineficacia.

Sin embargo, un par de cosas han quedado claras. ¿A quién pertenecen todas esas imágenes? A nadie, diría yo. Forman parte de todo ese torrente de imágenes que circula y se renueva sin final. Son imágenes que han sido útiles una vez y han perdido toda utilidad; y entran a formar parte de esta especie de desguace de imágenes que es el Atlas de Richter.

Hay otra cosa que a mí me ha servido mucho. Richter pasa de soslayo por el mecanismo del artista creador. Richter toma prestado algo; no inventa nada. A partir de esta premisa yo quise en su momento dibujar y pintar; y sigo haciéndolo de vez en cuando.

El belga Luc Tuymans es una consecuencia de Richter. Su mecanismo creativo es similar; a pesar de que el acabado de sus cuadros sea diferente.

No hace mucho que Tuymans ha sido condenado por plagiar una fotografía de prensa. La fotografía de la cabeza de un político belga. Quizá deberían condenar a todo el arte contemporáneo.




martes, 7 de febrero de 2017




Si se producen coincidencias entre escritores a veces no es por casualidad, tampoco por oportunismo. En ocasiones se producen coincidencias por una cuestión de necesidad. Hay tres libros que podrían parecer contradictorios; pero que, más bien, se complementan. Uno tiene la tentación de arrancarse a leerlos al unísono, como si sus personajes, tramas, disquisiciones, pudiesen entremezclarse.

Annie Proulx ha escrito una novela de largo recorrido. La historia de un bosque mermado por la explotación maderera. Una novela en la que el bosque es el protagonista; y los personajes, las personas, entran y salen, empiezan y acaban, erosionándolo. Proulx ha escrito una novela bienintencionada; que denuncia lo que todo el mundo sabe: la naturaleza se resiente desde hace siglos, los mismos en que el capitalismo se ha ido apoderando de sus recursos y, si se me permite la cursilería, del alma humana. El libro de Proulx es el retrato del bosque y su desgarro. Como todos los grandes libros, El bosque infinito es un libro que parece mentira que no haya sido escrito anteriormente.





Si de algo peca el libro de Annie Proulx es de grandilocuente. (Aunque en este caso yo creo que tenía que ser así: la naturaleza, la historia de un bosque, requiere una cierta grandilocuencia.) Gabriela Massuh, en Desmonte, corrige este pequeño defecto. Construye una historia más centrada en lo humano. Y establece un paralelismo entre la necesidad de atender al desgarro de la naturaleza (esta vez no se trata de un bosque sino de una selva) y las disquisiciones propias de la literatura. Massuh escribe desde un plano más intelectual que Proulx. Su protagonista es escritora y desprecia continuamente lo literario entendido como juego formal, como entretenimiento culto; frente a la necesidad de atacar un problema apremiante. No más experimentos literarios inócuos, dice Gabriela Massuh.





El tercer libro, escrito por un tal Mike Wilson, es un experimento literario. Un libro sin trama. Con un protagonista oculto, fascinado por la vida natural. Una especie de Thoreau del siglo XXI; un hipster harto de la civilización que decide abandonarlo todo para irse a vivir a Canadá. Se titula Leñador. Podría ser el colofón de los otros dos libros. Aunque también tiene elementos contradictorios. Leñador es una novela-ensayo sobre la vida de los leñadores canadienses; los mismos que contribuyen a la desaparición del bosque de Annie Proulx. Leñador es también un libro exaltado, individualista; que encuentra como solución la huída (a la manera de los modernos decimonónicos).

A la vez, Leñador es contradictorio en sí mismo; pues Wilson dice no haber estado nunca en un bosque canadiense. Su libro solamente es, digamos, una aproximación teórica.
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